Por Alejandro Asis | Cuando se adentra en alguno de sus cuentos de fútbol, lo primero que se siente es que aquello que está pasando ha sucedido en la realidad. El lector ni siquiera permite descreerse, porque el mundo del fútbol está lleno de de hechos que han sido verosímiles. Quién no escuchado hablar de las proezas de Orestes Corbatta, aquel puntero derecho de Racing que un día arrancó con una frenética carrera hacia su propio arco y ya al punto de verse encerrado por dos rivales giró sobre sí mismo y salió disparando hacia el arco contrario. Quién no oyó de las formidables borracheras de René Houseman. Todo tan real como las mismas historias que el “Negro” describe con su selecta prosa.
Si no cómo catalogar a esta obra que ha partido el corazón de futbolero llamada “19 de diciembre de 1971” (del libro Nada del Otro Mundo). Ese partido que marca la irrupción definitiva del fútbol rosarino, en la hasta entonces hegemonía porteña, cuenta el encuentro que jugaron Rosario Central y Newell´s Old Boys en cancha de River Plate y que finalizó con la victoria canalla por 1 a 0 con la famosa palomita del Aldo Pedro Poy (que aún en Central se recuerda todos los años).
Sin embargo ese hecho real, que alegró a media de Rosario, queda empequeñecido ante el relato ficcional del “negro” en el que el viejo Casale, la cábala canalla, por una enfermedad cardíaca es impedido de salir de la ciudad de Rosario. En esa realidad paralela que crea Fontanarrosa, Casale es secuestrado por un grupo de hinchas y llevado al estadio Monumental para cumplir con el inexorable destino que le corresponde a todo aquel que se precie de amuleto y que no es otro que coronar la victoria de su equipo ante el odiado y eterno rival. Este inolvidable cuento acaso forme parte de la mejor trilogía de la narrativa del fútbol que dio la literatura argentina con, para quien esto escribe, “El penal más largo del mundo”, de Osvaldo Soriano y “Campitos”, de Juan Sasturain.
Pero los cuentos de la pelota no son lo único. Dentro suyo también habita un eximio narrador que le habla a la amistad en estado puro. Aquí encontramos a un Fontanarrosa que ha sabido sacar ventajas de lo que ha sido por años el encuentro semanal con amigos y con el que, desde en el primer renglón, el lector puede sentirse identificado. Y acaso tan gravitante como es estar con amigos también lo sea el punto de encuentro: el bar. Qué mejor lugar que un bar, un café de por medio y la mesa que marca la frontera de la confianza para dar rienda suelta a un sin número de vulgaridades, (si se es hombre) al machismo y a las más primitivas de las pulsiones que se ocultan dentro de nosotros.
El combo se completa con la pluma del narrador y su capacidad para que a través de un lenguaje descafeinado se satirice la vida, el fútbol (imposible olvidarlo) o las diversas situaciones de pareja en donde la infidelidad, la seducción y el súper yo del macho quedan al descubierto.
En ese bar donde se cocinan sus historias también ve la luz la discusión, otra de las grandes pasiones argentinas. En ese intercambio verbal la ironía, la mentira y la exageración surgen con una fuerza avasallante.
Si en algo no tenemos dudas es que Fontanarrosa fue un fenómeno de masas. Su pluma popular le permitió llegar a públicos muy heterogéneos. Y lejos de una intelectualidad literaria, tuvo, sin embargo, el merecido reconocimiento de sus pares intelectuales.
Para cuando se realizó el III Congreso Internacional de la Lengua Española, hecho en la ciudad de Rosario, donde jugó de local, más de uno quedó sorprendido de su discurso centrado en las malas palabras. Fontanarrosa era un incondicional defensor de las malas palabras y destacaba el énfasis que ponen al lenguaje.
Para ellas exigía una “amnistía”. Pocos habrán de olvidar la magistral comparación que hizo con la terminología rioplatense “mierda”, acentuando el uso de la erre y el cubanismo “mielda”. Dijo Fontanarrosa: “El secreto de su contextura física está en esa erre”; y para que no quedaran dudas vino su remate final con una dosis de carga política: “La imposibilidad de manifestar esa fuerza expresiva ha sido otro de los grandes problemas que ha tenido la revolución cubana».
El éxito de Fontanarrosa también se extendió al humor gráfico. De su pluma nacieron dos icónicas historietas nacionales: Inodoro Pereyra y Boogie, el aceitoso. Coincidentemente ambas vieron su bautismo en mismo año (1972), en la revista de humor cordobesa Hortensia.
El éxito de Boogie se trasladó luego a la Revista Humor. Allí alcanzó su mayor esplendor este personaje que pintaba gran parte de la realidad americana. Bastante gansteril, el aceitoso se sentía parte de la otrora mayoría americana: los WASP (blancos, anglosajones y protestantes), que tanto de vivir encerrados en su propia lógica desconocían de la otra realidad del mundo. También descreído el aceitoso tenía una máxima: “Lo creo ni en la penicilina”.
Distinta fue la suerte de Inodoro Pereyra. Después del cierre de Hortensia vagó por un par de revistas hasta recalar en la contratapa del diario Clarín, donde Fontanarrosa publicó hasta su muerte el 19 de julio de 2007.
La vida propia de Inodoro Pereyra merece un capítulo aparte. Tal vez este cierre sea bueno sintetizarlo en un viejo compañero suyo, el perro Mendieta: “Qué lo parió, Inodoro”, que lo parió con el gran Fontanarrosa.