Por Carlos Saglul | Razones no le faltan al jefe de Gabinete, Marcos Peña, para estar feliz al ver reemplazadas en los billetes las imágenes de los próceres por inocentes animalitos.
El funcionario confesó que le teme “al histórico autoboicot nuestro, el enamoramiento del fracaso”, ya que “la obsesión que tenemos de analizar la coyuntura en función del pasado no es normal”. Los empresarios que asistían al coloquio de IDEA lo aplaudieron como locos cuando añadió que “en otros países no pasa eso y es una patología nuestra”. Y tiene razón. Es mejor dejar de ver más la cara de José de San Martín y su sangre india saliéndole por todos los poros cuando abundaba en elogiar a “los indios y negros” con los que cruzó la cordillera para liberar América mientras la oligarquía local sólo lo boicoteaba. No es lo mejor en esta época en que estamos combatiendo los malones mapuches que en el sur afectan los intereses de nuestra ilustre clase dirigente, familias como las de Luciano Benetton, Joe Lewis y tantos otros que construyen el futuro pujante del país.
Marcos Peña asocia el pasado con la muerte: “Es la primera vez en la Historia argentina que hay seres vivos en la moneda nacional y que dejamos la muerte atrás, que esté tranquila y que vivamos nuestra vida”.
Mientras venía para el laburo pensaba que Peña tiene algo de razón con eso de la muerte. Salí de casa y al llegar a la esquina salude con la mano a José, el dueño de la despensa que desde detrás del mostrador atendía a una cliente. Como siempre su viejo, don Américo, estaba sentado en el zaguán. Cuando se dio cuenta que jamás volvería a ver a su otro hijo, desaparecido por los genocidas, sacó la silla a la puerta y se quedo ahí, mirando a lo lejos, secándose de a poco. Ahora le cambiaron la silla de mimbre por una de ruedas y ya no habla. Tiene los ojos repletos del vacío al que no deja de mirar. Una cuadra más allá corre la avenida sembrada de baldosas que recuerdan a los desaparecidos del barrio, señalan los lugares de donde se los llevaron.
Ya en el subte, una de las primeras estaciones por las que paso fue dedicada a la memoria de los muertos de la tragedia de Once. En las otras líneas cercanas, están las estaciones que conmemoran a los muertos de la AMIA, a Rodolfo Walsh. Al bajar en la Plaza de Mayo, los ex combatientes de Malvinas acampan con sus carteles que recuerdan a los caídos en las islas y a los otros, que en mayor número se suicidaron en medio del olvido y la indiferencia de la sociedad.
Cuando en la oficina abro el Facebook aparecen los rostros de las chicas que están buscando, víctimas de la trata y la impunidad que da la complicidad estatal con las mafias. Por todos lados hay rastros de los muertos y desaparecidos. Esos mismos que a gran parte de esta sociedad como a Peña no le gusta recordar.
Es mejor mirar ballenas, llamas u otros bichos que en la mayoría de los casos no nos dicen nada.
Después de ochenta días de silencio, cuando el caso está hasta en Naciones Unidas y el Papa le cursara una invitación desde el Vaticano, finalmente el presidente Mauricio Macri se comunicó con la familia Maldonado. Faltaban horas para las elecciones y el saludo no fue bien recibido, lo acusaron de hipócrita. Lo cierto es que el comicio evidenció que a gran parte de la sociedad la suerte de Maldonado poco le importa a la hora de votar.
Entretanto siguen las operaciones de distracción desde los grandes medios de comunicación. Una conductora reveló que se había encontrado un arma al lado del cuerpo. Es la misma campaña que cuarenta años atrás vivimos con los desaparecidos: Hay que demostrar de alguna manera que se merecían el destino que tuvieron. Aquí todas las víctimas “andaban en algo”. “Se drogaban”. “Seguro tenía ideas raras”. “Se vestía para provocar”. “Donde hay judíos hay problemas”. “No se suicidó por lo me pasó en la guerra ni porque estaba solo, siempre fue un chiflado”. “Era karateca, seguro que trató de golpear a los gendarmes”. “Cortaban rutas, que se jodan”.
A los muertos hay que dejarlos en el pasado. Es mejor mirar animalitos. No podemos probarlo, pero seguro, lo mismo pensaban los que asesinaron a Mariano Moreno, dejaron solo a San Martín frente a la necesidad de construir la Patria Grande, festejaron cuando murió Belgrano. Son mejores los zoológicos. Los animalitos de papel. La historia no debe bajar de los pedestales, si se vuelca a las calles es peligrosa.
Han sido miles los que se movilizaron pidiendo justicia para Santiago Maldonado. Sin embargo, no hay que engañarse, la derechización enorme que revelan las últimas elecciones hablan de una mayoría a la que le importa un bledo el tema, y hasta le molesta su sola mención. Se llama “culpa”. Y lo sabe el sector de la prensa, que trata de estigmatizar a la víctima.
Es necesario tener memoria para recordar lo que se quiere olvidar. De lo contrario no existiría el pasado, los recuerdos no serían ni buenos ni malos. Marcos Peña tiene memoria y a través de ella opta por diagnosticar como “una patología” a la memoria popular.
Un pueblo sin memoria es como un ciego que andan en círculos. Esa “patología” que tenemos de evaluar el presente a través de la experiencia, no está tan difundida como dice Peña. De lo contrario no se explican que sean casi siempre las mismas las minorías que empobrecen al país manejándolo al antojo de sus intereses. Heredan el poder de una generación a otra. Van del latifundio a su asociación con las multinacionales y los grandes bancos, los principales beneficiarios de la actual etapa de concentración de la riqueza. Uno de esos muertos que a Peña seguro le fastidia, Rodolfo Walsh, repite en los libros, desde los muros y los lugares que lo recuerdan:
«Nuestras clases dominantes han procurado siempre que los trabajadores no tengan historia, no tengan doctrina, no tengan héroes y mártires. Cada lucha debe empezar de nuevo, separada de las luchas anteriores: la experiencia colectiva se pierde, las lecciones se olvidan. La historia parece así como propiedad privada cuyos dueños son los dueños de todas las otras cosas.»