Por Hernán López Echagüe
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]A[/mks_dropcap]hora la cerrazón es total. Las torres del edificio Otto Wulf, en la esquina de Perú y Belgrano, torres que nunca dejo de mirar desde la ventana de la sala de mi casa, porque siempre me sorprende algo ajeno en esa imagen, las torres, digo, han desaparecido. Nada puede verse de sus cúpulas verde lánguido que se extienden como agujas hacia el horizonte. En la radio dicen que caerá granizo y que el viento quizá se ponga loco y le de por correr a más de doscientos kilómetros por hora. No hay que lastimarse. No. Hay que poner a buen resguardo las macetas, el auto, los hijos, las mascotas, la ropa que dejaste en los alambres de la terraza, y, si el tiempo te da, la reputación. Días de tornados y tempestad. Eso: tempestad.
Y sí, de pronto empieza a llover, y cae granizo y, aunque no ocurra en realidad, aflora un terrible y puto tornado. Pero un tornado que nada tiene que ver con meteorología ni fenómenos atmosféricos. Un tornado, digamos, visceral. Y, por qué no, abismal. El que presagiaba ese nubarrón de caras y sonrisas y palabras huecas y de apariencia inmaculada que se puso a flotar dos años atrás. Ese tornado muy Newman, muy Jockey Club, y qué make up, viejo, sí, tipo, tipo, a ver, a ver, o sea, na, ¿viste?
Los hacedores de la tempestad han dejado una ciudad a oscuras en la que sopla a sus anchas un viento morboso y tenaz que a su paso va desbaratando cada vestigio de luz. Los hacedores de la borrasca son almas delicadas que hablan una lengua críptica que ellos presumen cristalina y universal. Creen, con estrafalaria arrogancia, que todos comprenden de buenas a primeras lo que quieren decir, y si alguien se muestra azorado ante sus palabras y juicios y taras caóticas, no es otra cosa que un perfecto idiota al que es necesario perseguir y humillar con vehemencia.
Nadie habla de esta oscuridad que se ha apoderado del ánimo. Del por qué de tanta oscuridad, que de tan espesa sofoca, ahoga, despedaza. Impera la voz de los dueños de la voz.
Ya lo ha escrito Piglia en su libro Formas breves (Editorial Temas, 1999): “El Estado tiene una política con el lenguaje, busca neutralizarlo, despolitizarlo y borrar los signos de cualquier discurso crítico. El Estado dice que quien no dice lo que todos dicen es incomprensible y está fuera de época. Hay un orden del día mundial que define los temas y los modos de decir: la masa media repite y modula las versiones oficiales y las construcciones monopólicas de la realidad. Los que no hablan así están excluidos y esa es la noción actual de consenso y de diálogo”.