Redacción Canal Abierto | Basilio Krepki es linotipista y trabaja hace diez años en la imprenta del Centro Nacional de la Música, dependiente del Ministerio de Cultura de la Nación. Allí, en los sótanos del edificio que albergó por décadas a la Biblioteca Nacional, Krepki y Reinaldo López imprimieron una década de -entre otras cosas- los programas de las funciones de la institución.
Un museo “vivo”
En el subsuelo de México 564, en el porteño barrio de San Telmo, la historia respira, pero no una historia inmóvil como la de libros de texto o museos. Es una historia en acto, presente.
En ese sótano, tres hombres con sangre de tinta aplican un saber invaluable que mantiene con vida una imprenta con más de un siglo de vida. Se trata de un oficio poco visible -nadie repara en quién reproduce los cientos de miles de programas de las funciones- y con cierto demérito en la era digital. Sopesa el amor a la profesión, pero sobre todo a la herramienta -en este caso, la imprenta centenaria-, algo que sólo el trabajo artesano puede explicar.
El circuito de producción de esta joya comienza con la linotipo (de 1920) en la que Krepki compone los textos, tipeando línea a línea y generando las matrices que luego -con una aleación de plomo, estaño y antimonio fundido- se convierten en una suerte de sello metálico. Así se van armando cada una de las líneas que a continuación se montan para que la Minerva de 1901 las lleve a continuación sobre el papel.
Para la década del ’90, el taller estaba abandonado. En esos tiempos menemistas y bajo la gestión de Castiñeira de Dios, Reinaldo López lo recuperó. Pero el impulso oficial se extravió, como tantas otras veces, y la imprenta volvió a cerrar.
Luego, hace ya diez años, lograron poner la maquinaria en funcionamiento nuevamente: armaron la linotipo pieza a pieza, pusieron de su parte los repuestos, la tinta, el grafito e incluso la aleación que se utiliza para fundir y componer los tacos de tipografía. Lo más importante: aportaron una infinita sabiduría y amor a su arte. Hay que ver la máquina para comprender el trabajo titánico de Reinaldo para reconstruirla (a este redactor le tomó largo rato comenzar a entender qué hacía el misterioso objeto metálico que como mascarón de proa tiene una vieja calcomanía del Morocho del Abasto).
¿Qué puso el Ministerio? Ni un sólo peso. Sólo tres contratos de obra que se renovaban año a año, y por el que los trabajadores de 68 y 86 años deben facturar y monotributar. Eso le alcanzó a Cultura para mantener esta joya funcionando y produciendo.
Ahora, algún funcionario sin visión, desde su Excel y en algún despacho de la cartera de Cultura, eliminó el contrato de Krepki de 14.000 pesos. Sin él, sus dos compañeros no pueden poner en funcionamiento la imprenta. De esta manera, no sólo condenó a este hombre y a su oficio al olvido, sino al taller a convertirse en basural. Como otrora, antes de que Reinaldo López la recuperara en la década del 90.
En tanto, la junta interna de ATE lucha por su reincorporación y espera, aunque de manera indirecta, poder ahorrarle al ministro de Cultura Pablo Avelluto convertirse en el responsable político de este crimen cultural e histórico.