Por Inés Hayes y Melissa Zenobi | Sebastián Jaurs es el director de Pueblo Verde, documental que relata las consecuencias del uso de los agroquímicos en Argentina.
Este viaje hacia el interior del modelo de producción de transgénicos y su estrella, la soja modificada, se proyecta este jueves 17, a las 20, en la Casa Cultural Pepa Noia, en el barrio porteño de San Telmo.
¿Cómo nació la idea de empezar a realizar Pueblo Verde?
-Fue después de que fui a ver El mundo según Monsanto, un documental francés que investiga cómo afecta el uso de organismos orgánicamente modificados. Era 2008, la época de la 125, y me di cuenta de que lo que se estaba debatiendo era la repartición de los beneficios económicos de ese sistema, pero no si era bueno o no y cuáles eran las consecuencias que generaba.
A eso lo ligué además con la alimentación. Con Amelia Hardt, que es la productora de la película, empezamos a leer lo que contenían los alimentos y los productos que consumimos y nos dimos cuenta de que la gran mayoría contiene soja transgénica y, en gran parte, sin saberlo: uno cuando compra un kanikama, por ejemplo, no se imagina que tiene soja.
¿En el interior del país esto está más visibilizado?
-Está visibilizado en las comunidades que lo sufren directamente, o que sufren más abiertamente sus aplicaciones.
Malvinas Argentinas, en Córdoba, por ejemplo…
-Sí, exactamente. Pero también hay un gran tabú, porque el modelo productivo ha dejado mucho dinero. Entonces mucha gente siente que no conviene hablar de estas temáticas y a muchas personas que alzan la voz las tratan de locas: hay un gran conflicto de intereses. Y siempre queda la población en el medio, entre la espada y la pared.
Y generalmente los que tienen menos recursos son los más perjudicados porque son los que viven más cercanos a los campos fumigados. Hay muchos casos de problemas graves de salud…
Exactamente. Desde que el modelo se empezó a implementar, a mediados de los 90, crecieron exponencialmente los casos de cáncer, enfermedades de la piel, respiratorias, abortos espontáneos, chicos que nacen con malformaciones. En toda la zona denominada productiva, el cáncer es la principal causa de muerte, antes que las enfermedades del corazón.
¿Hay regulaciones? ¿Se cumplen?
-No hay una regulación a nivel nacional, hay provinciales y cada pueblo va haciendo sus propias regulaciones. Por ejemplo, en Marcos Juárez no había límites y la gente misma le tiraba glifosato al pasto de los terrenos baldíos porque al quemarlo cuesta mucho más que crezca. No hay una conciencia de lo que implica utilizar un químico que está preparado para matar todos los organismos que no sean la planta que tiene el gen que resiste.
¿Cómo ha sido la repercusión del documental?
-Le ha ido muy bien, sobre todo si son espectadores que no están muy al tanto de la temática. Se van muy impactados porque se va desandando un camino de información y uno empieza a pensar qué es lo que come, de dónde viene lo que come y qué es lo que produce.
A priori uno pensaría: esto pasa en el campo, yo estoy alejado, no tengo incidencia. Pero en realidad el último eslabón somos los consumidores y si como tales hiciéramos fuerza para que se etiquetasen los productos, para saber qué es lo que comemos, o si se hicieran investigaciones serias con políticas estatales serias sobre transgénicos a largo plazo o estudios epidemiológicos, tendríamos más información y tomaríamos más conciencia para ejercer más presión.