[mks_highlight color=»#ff0000″] Por Carlos Fanjul [/mks_highlight] En toda Latinoamérica suena repetidamente una idea que nos define: “Si un argentino se cae desde lo que cree que es, se rompe seguro la cabeza”.
Palabras más, palabras menos, en todos lados nos ven como gente siempre capaz y decidida, pero también siempre creída de ser mucho más de lo que en realidad es.
Probablemente, también en el fútbol necesitamos creernos más de lo que la verdad nos muestra porque sino estaríamos aceptando que hasta en eso somos mediocres, como desde ya lo somos a la hora de construir un país con bienestar e igualdad entre todos sus habitantes.
Como era lógico de esperar, si se miraba en detalle todo el proceso previo al Mundial –hablo de cuatro años, no de dos meses–, y la cantidad de incongruencias cometidas durante su desarrollo, Argentina se volvió a casa en el presente Mundial mucho antes de lo que el ego nacional daba por descontado.
Con nuestro habitual “complejo de superioridad”, como ironiza frecuentemente el colega Alejandro Fabbri, los argentinos venimos dando por sentado que nuestro fútbol está entre los mejores del mundo. Que siempre fue así y que así lo será para siempre.
Claro, en tanto y en cuanto los protagonistas de turno estén “a la altura de lo que manda nuestra historia”.
¿Nuestra historia? La pura verdad es que eso no es lo que dice la historia futbolera, y que si lo fue, aconteció a veces y en momentos puntuales, sin que ello constituyera la verdad histórica en su totalidad.
A ver: si le preguntamos a cualquier futbolero cuál es al puesto que ocupa Argentina en los Mundiales, seguro que empezará discutiendo si es el primero o el segundo sitial el que nos corresponde, para luego aceptar, medio forzadamente, que por ahí nos superan los brasileños y alemanes.
La realidad indica que en estos 21 Campeonatos del Mundo, contando el actual, nuestras ubicaciones fueron en su mayoría más modestas que las que se piensan.
Como síntesis: de 17 ocasiones en las que participamos, en ocho llegamos hasta Octavos o Cuartos de Final, en cuatro nos dijeron basta mucho antes (fase de grupos), y sólo en 5 pudimos gritarle al mundo que estábamos entre los mejores.
A saber:
- Cuatro veces no estuvimos (en el ’38, el ‘50 y el ’54 porque aquel complejo de superioridad nos mandaba a estar enojados con los organizadores, y en el ’70 porque ni siquiera pudimos clasificar).
- Dos veces fuimos campeones (‘78 y ‘86).
- Tres, subcampeones (‘30, ‘90 y 2014).
- En cuatro ocasiones (‘34, ‘58, ‘62 y 2002) fuimos eliminados en primera fase.
- En tres (’66, ’94 y 2018, fuimos eliminados en Octavos de Final (ocupamos entre el noveno y décimo sexto puesto).
- En cinco oportunidades (‘74, ‘82, ‘98, 2006 y 2010) nos volvimos casa en Cuartos de Final, es decir ocupando entre el quinto y octavo puesto.
Esto, por ahí, no quiere decir mucho, pero lo cierto es que en general no estuvimos entre los famosos cuatro equipos que juegan la totalidad de partidos posibles en cada certamen.
Uno sabe que no, pero por ahí este dato inicial sirve para bajar un poquito nuestra ira por las tres finales perdidas por la actual generación y, sobre todo, por la locura que se observa tras la derrota ante los franceses, que son claramente mejores que nosotros, y por esta realidad de ver el resto de Rusia 2018 sin la “grandiosidad de la admirada camiseta nacional”.
¡Alguien tiene que tener la culpa!
Otra de las cualidades que tiene ese complejo de superioridad de la argentinidad al palo es, invariablemente, el tener que depositar en algo o en alguien la culpa de nuestro infortunio pasajero (bien dicho, sólo pasajero si en cuenta se tiene aquella supuesta gloria albiceleste).
Así fue que del Mundial de Inglaterra del ’66 nos volvimos porque un árbitro alemán expulsó a Rattín porque no lo entendía, en el ’90 porque uno mexicano sancionó un penal en contra porque estaba comprado, en el ’94 porque la enfermera se llevó a Diego en medio de la “mentira” de que el 10 consumía drogas, en el ’98 porque echaron a Orteguita, en el 2002 porque Bielsa no gritaba desde el banco, en el 2006 porque le dieron un papelito al alemán Lehman para que nos ataje los penales, o en el 2014 porque Higuaín es un salame que erró un gol en la final.
Y así podríamos seguir buscando culpables históricos, que conspiraron contra nuestra grandeza.
Y sin querer buscar y encontrar razones más desde las entrañas de cada una de las situaciones.
A pocas horas de la derrota del seleccionado ante Francia, el incomparable Alejandro Dolina se metió a fondo con esto de buscar desesperadamente culpables ante cada decepción futbolera. Reflexionó que «perder en el fútbol no es judiciable», condenando severamente a quienes «hacen de la derrota una cosa culposa y con una pulsión descalificadora».
«Algunos –añadió– han cometido desaciertos, errores, pero no actos culposos que tengan que ser perdonados por esa especie de tribunal en que se han convertido algunos periodistas deportivos, que actúan como fiscales morales de la Nación ante los que tienen que responder los jugadores, el técnico y los dirigentes. Como si tuviesen que rendirle cuentas a esa especie de tribunal de Dios».
Por estas horas, sigue ocurriendo algo así.
A poco más de un año de considerarlo como la reencarnación del objeto del deseo, Jorge Sampaoli –que era lo mejor de los mejores cuando dirigía Chile y que por eso tuvimos la pulsión generalizada de que estaba bien robárselo al Sevilla–, paso a ser un burro que no entiende nada de fútbol y que carece de estatura para manejar a Messi y Compañía.
Y la verdad que, según pareció, en algunas situaciones no pareció que en el derrumbe fuera un timonel apto para conducir el barco. Pero no fue el único que lo hundió, más allá de si resulta extraño que se haya peleado con casi todo su cuerpo técnico, o que apelara a múltiples cambios de esquemas y apellidos. De si estos son admirables cuando ya antes un entrenador construyó una maquinaria sólida, pero jamás cuando aún no se está ni cerca de máquina alguna.
Su falta de conducción y sus cambios permanentes de esquemas y apellidos, que son las causas más escuchadas para ser defenestrado, tuvieron directa relación con un plantel más que difícil, caprichoso a veces y hasta por momentos sospechosamente manipulador. No se puede entender de otra manera que, a poco de que se tome una decisión en contra de sus deseos, los tipos exterioricen su enojo y se arrastren por el terreno como perdidos. Vale acotar que esta vez lo que se discutía era apenas si jugar con tres o con cuatro defensores en el fondo. Algo demasiado pequeño para provocar un cataclismo interno.
No hay vueltas, este grupo es bravo: fija con contundencia sus posiciones y nunca parece fácil de domesticar para que se adapten a lo dispuesto por un entrenador.
También les pusieron condiciones -o desviaron el rumbo hacia sus propias ideas-, al “Tata” Martino, al “Patón” Bauza, o antes, al propio Alejandro Sabella, a quien le hicieron cambiar un planteo en el entretiempo del debut mundialista de 2014, y con quien también tuvieron diferencias, diluidas para el afuera por la conquista al final del segundo puesto.
Esto de jugadores que pujan con el entrenador para alterar algún rumbo no es nuevo en el fútbol. Ocurre muy seguido en el fútbol doméstico y hasta le pasó al mismísimo Carlos Bilardo, pocas horas antes del Mundial ’86, y con Diego a la cabeza. Claro, con la diferencia de que el título de campeón conseguido luego borró posibles vendavales internos y externos.
¿Y si somos apenas mediocres?
Todo este costado, cuasi mafioso, bien podría ser una de las líneas de debate para la discusión actual de nuestras frustraciones. La otra, menos rebuscada pero inaceptable para nuestra mirada desde la alcurnia futbolera, es insistir con que estos que hasta ahora jugaban son menos de lo que creemos y pierden porque pierden ante seleccionados mejores. Llegaron hasta ahí, que era hasta donde podían llegar.
Pero no. Jamás aceptaríamos eso y preferimos buscar por el lado del enorme peso anímico que es para Messi ser Messi o, por el contrario acusarlo de “que en Barcelona luce y aquí no porque no siente la camiseta”.
O la compasión o la sospecha. Sin términos medios ni búsquedas algo más lógicas.
Hoy se dice de Messi muchas de las cosas que antes se razonaban alrededor de Diego Maradona.
Aquí me apuro a afirmar que el peso de ser Maradona o ahora el de ser Messi los tipos lo soportan de manera distintas o, mejor dicho, de forma opuesta.
Diego soportó sin problemas esos mil kilos que le poníamos arriba cuando estaban adentro de la cancha. Pero en la vida personal, seguramente no podemos aventurar lo mismo.
Messi, en cambio, tiene una vida prolija, pero pocas veces aguanta semejante carga cuando la cosa se pone fulera en medio de un partido. Ponele…
Pero, volvamos la carga: ¿y si somos menos de lo que creemos en materia de nivel futbolístico?
¿Y si en un mundo futbolero que se expande, aprende y se empareja, como veíamos en alguna nota anterior, el fútbol argentino se está quedando, aún más de su media histórica?
Y, en consecuencia, ¿no da para mucho más que esto, sin que ello tenga que ver con culpabilidad alguna de la actualidad?
16 de octubre de 2007
Ese día el por entonces dueño del fobal nacional, Julio Humberto Grondona, tomó una de sus tantas decisiones inconsultas y dictatoriales.
El hombre, que no tenía idea de que su vida se iba a extinguir siete años después –y de que tras su muerte el caos iba a adueñarse del fútbol nacional (bah, de esto último por ahí sí tenía idea, y hasta malévolamente lo provocaba)– rompió ese día tal vez su mejor creación. Y aún hoy seguimos sufriendo las consecuencias. Y las seguiremos sufriendo.
Pocos días antes de esa fecha, Hugo Tocalli andaba preocupado. Venía de conseguir el quinto título del mundo de la selección juvenil Sub 20, desde aquella sabia decisión del propio Grondona, en 1994, de designar a José Néstor Pekerman, con él como colaborador, al frente de los equipos juveniles albicelestes.
Ya sin Pekerman, que se había ido a buscar horizontes propios, y tras haberse entonces conseguido los títulos mundiales de 1995, 1997, 2001, 2005 y 2007, Tocalli le confesó a este cronista algo que hoy no podemos soslayar.
Venía de promover desde esa cantera juvenil a los últimos dos grupos de campeones mundiales, con apellidos que harían historia hasta hoy: Messi, Agüero, Biglia, Gago, Romero, Fazio Mercado, Di María y Banegas, entre otros.
Y contaba que, luego de haberse realizado los últimos rastrillajes por cada rincón del país –el grupo de entrenadores observaba o mandaba a observar hasta partidos de ligas menores en el interior del país-, no se venían encontrando cinco o diez apellidos para cada puesto como hasta un tiempo antes.
Se rescataban uno o dos para cada sitio de la cancha y calculaban que había entonces que duplicar el trabajo de preparación y formación para poder equilibrar el bajón en el nivel de talento de las nuevas camadas.
En ese tiempo, rondaba la versión por allí de una propuesta de los entrenadores para incrementar lo que siempre se había hecho, pero ahora más fuertemente: convocar esos jovencitos para que se instalen en Capital federal o Gran Buenos Aires y así garantizar una cotidianeidad mayor en el armado de esa especie de grupo estable del seleccionado juvenil, que fueran creciendo jugando juntos hasta llegar a los mayores.
Se rumoreó incluso que ese combinado de pibitos jugara como Selección Argentina dentro del esquema de divisiones inferiores de la AFA.
Rumores nada más, ya que lo cierto es que el preocupado Tocalli salió eyectado de su puesto pocas semanas más tarde.
O sea, estábamos disfrutando de los estertores finales, de las últimas joyas de la abuela producto de un laburo serio, continuado y coherente y, sin saberlo, nos acercábamos al precipicio que nos acecha hasta hoy.
En lugar de más organización, se rompió lo estructurado y llegó el mayor caos del que se tenga memoria en la formación de nuestro pibitos con la celeste y blanca.
Se sucedieron sin darnos cuenta apellidos como Batista, Perazzo, Trobbiani, (Humberto) Grondona, Brown, Garré, Lemme, Olarticorchea o Ubeda, sin que esto signifique una valoración de cada uno –seguramente encontraremos más-, sino de la cantidad de ellos y de las continuas vueltas de timón que se observaron con el transcurrir de estos años.
Se acabó un plan, se terminó con un método de formación y los malos resultados no tardaron en reemplazar a las vueltas olímpicas
Así, tomando sólo a la selección Sub 20 campeona del mundo cinco veces hasta ahí, vemos que no se logró siquiera clasificar al Mundial de 2009, fue eliminada en Cuartos de Final en 2001, se volvió a no clasificar en 2013, y quedamos afuera en primera ronda en 2015 y 2017.
Lo bueno de las estadísticas es que, en oportunidades como ésta, hacen sobrar más palabras para explicar algo.
Un problema mayor
Hasta ahí, el recorrido de los juveniles, que han dejado de proveer en cantidad y calidad a los representativos mayores.
Pero si a eso le sumamos que desde la renuncia de Alejandro Sabella, hace cuatro años, llegó Gerardo Martino, en medio de la muerte de Grondona y con el explícito aval de este grupo de jugadores. Que luego ellos mismos le empezaron a encontrar defectos y, mientras los dirigentes se mataban por la toma del poder, los clubes comenzaron a negarse a ceder sus jugadores. Que, por último, arribó Edgardo Bauza para transitar brevemente por el mando. Y que, hace un año, desembarcó Sampaoli para enderezar un barco desviado que nunca logró encauzar. ¿Desde dónde pretendíamos imaginar que el actual Mundial estaba al alcance de nuestras manos?
Y volvemos a lo mismo del principio: ¿si, en paralelo a todo este bolonqui o por todas las causas expresadas, el nivel de nuestro fútbol es menor al que pretendemos creer?
Como decía el gran Joan Manuel Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. O por ahí sí lo tiene…
Pero, muchachada, a no esperarlo para Qatar en 2022.
Y, por ahí, tampoco para pasear nuestra supuesta gloria por Canadá, Estados Unidos y México, en 2026.
Ilustración: Marcelo Spotti