Texto: Mariana Aquino / Fotos y video: Juan Alaimes | Solo pasó un mes de esa tarde-noche del terror en Sáenz Peña (Chaco), del intento de saqueo que nunca fue, de las detenciones ilegales, los tiros, los comentarios racistas y la represión. Solo pasó un mes de la muerte de Ismael Ramírez, y el silencio y el olvido son protagonistas en esta historia. Después del confuso episodio en las puertas del supermercado El Impulso (en el límite de los barrios Las 713 Viviendas y Obrero), después de acusar injustamente a las comunidades Qom y Toba de un “intento de saqueo”; después de las mentiras, las fotos falsas y las palabras violentas en las redes sociales para justificar un asesinato; después de todo ya nadie dice nada. Nadie en la radio ni en la tele recuerda a Ismael.
El horror de un niño muerto en plena calle con un tiro en el pecho fue tapado con otras tapas, otras noticias despiertan mayor atención: un comerciante se pegó un escopetazo en la plaza principal de Quitilipi, un reconocido abogado de Saénz Peña chocó a dos personas en el centro, una señora voló de la moto y murió. Todas las noticias dan igual, todas sorprenden efímeramente. Hace un mes asesinaron a un nene originario, pobre y originario, no hay culpables ni se hace justicia, y ya nadie dice nada.
Ismael es la punta del ovillo de siglos de abandono, pobreza y estigmatización de los pueblos originarios en el Chaco. Allí en la provincia que más desmontes sufre -y eso tiene mucho que ver con la pobreza y con el hambre- las comunidades no tienen para comer porque no hay trabajo y les quitaron sus tierras ancestrales. Ahora en la periferia de Sáenz Peña, los pueblos originarios urbanizados carecen de todo, pero sobre todo de justicia.
Para conocer a Ismael, viajamos a Sáenz Peña. Allí conocimos más: una familia que lo llora en pobreza y resignación, amigas y compañeros que buscan consuelo en el recuerdo de los momentos compartidos y las calles de tierra y sol furioso que lo vieron crecer, hasta que ese disparo lo dejó. Conocimos al Koki, como lo llama su mamá. Así, en presente. “El Koki hace…”, “al Koki le gusta…”, “¡El Koki es un cargoso!”.
El Koki: el compañero de banco de Sheila, el primo preferido de Maxi, el matero de la casa, el compinche de su hermanito Lautaro a la hora de jugar a la bolita y el confidente de su hermana Ivana. El nene que repartía sus tardes entre la canchita del barrio Mataderos, la bici y el dibujo. Ese era el Koki.
El azar nos llevó a la casa de Alejandra Ciriaco, la mamá de Ismael. En el barrio Mataderos, bien al norte de Sáenz Peña, lejos de las luces, los tererés bien frescos en la plaza San Martín y las vueltas en moto por el centro. La mamá de Ismael vive con Lautaro, Ivana y Daniel. “Estamos solitos acá”, dice. Su casa es chica, más chica de lo necesario. El mate gira por la ronda improvisada que armamos para charlar del Koki. Ivana, la hermana mayor, nos muestra su carpeta de dibujo y la bici que Ismael desarmó una semana antes de su paso por el barrio Obrero. Mientras mateamos y charlamos para paliar tanto dolor, pasan por la vereda nenas y nenes que alguna vez jugaron con Ismael, miran con la curiosidad y el recelo que genera la gente extraña en el barrio.
Amigas y amigos de Koki visitan a Alejandra seguido. Pasan largos ratos en la vereda de su casa. Ella agradece el gesto pero no puede evitar la tristeza que le genera verles. “Los veo y no veo más que ese espacio vacío. En todos lados, en la casa, en la vereda. Pasan los días y cada vez es peor. Siento el vacío. Él me llenaba de alegría, con sus chistes y su optimismo. Y ahora, ¿qué?”.
“¡Sabés cuántos sueños tiene mi hijo!”, interpela Alejandra. ¿Cuáles? “Sueña con el básquet, con tener nuestra casita terminada. Me decía que iba a trabajar para que yo viva mejor. Yo solo le pedía que no deje el estudio, lo demás no importaba tanto. Yo nunca fui a la escuela, no sé lo que es tener compañeritos, un recreo, nada. Pero sé que es importante ir a la escuela. Eso siempre les enseñé. Y al Koki se lo decía”.
Terminar la casa es uno de los asuntos pendientes de la familia. Tienen una construcción a medio hacer, sin puertas, ni techo ni ventanas. “A veces dejaba de comprar cositas para ahorrar y hacer mi casa. Y hoy ya no tengo fuerzas para nada. ¿Para qué? No tengo ganas, solo mis otros hijos me dan fuerza pero no es suficiente. Me falta Koki. No tengo ganas de nada. Casi no duermo, cada noche me levanto a la madrugada y camino por mi patio preguntándome por qué”.
Al Koki nada ni nadie se lo va a devolver. Pero solo la justicia puede darle a Alejandra un poco de paz. Y por eso promete no bajar los brazos, seguir marchando y pidiendo que el culpable pague en la cárcel.
La causa no avanzó mucho. Nada se sabe de la autoría del disparo que mató a Ismael esa noche. Si bien vecinos y vecinas estaban afueras de sus casas cuando la policía comenzó a reprimir y a detener, cuando hubo disparos de todos lados, no hay testigos de lo que sucedió. Nadie quiere hablar. Y el supermercado El Impulso, que retenía ilegalmente las tarjetas alimentarias de la comunidad, sigue abierto; y su dueño no fue denunciado. Todo sigue igual.
El banco vacío
Sus amigas y amigos de la escuela lo extrañan. De eso no hay dudas. Ni bien lo nombramos en el aula quieren hablar. Todos, todas tienen algo que contar. Las palabras surgen, gritan para llamar la atención, no faltan los chistes del más atorrante ni la reflexión de alguna compañerita que parece tomarse el tiempo para intentar comprender, pero no comprende. ‘¿Cómo puede ser que hayan matado a Ismael?’, se preguntan esas caritas con los ojos de linterna.
Todas, todos quieren hablar. Menos Maxi, uno de la primera fila. Él además del aula compartía con Ismael la familia. Eran primos y compañeros. “Y amigos”, aclara uno de atrás. Sheila tampoco habla. No le interesa opinar adelante de todo el mundo. Prefiere guardarse las palabras junto con la angustia que le genera la pérdida irreparable de su gran amigo. Desde que Ismael se fue Sheila ocupa su banco en el aula, para que no quede vacío, para tapar esa ausencia que no se tapa con nada; y brota en forma de lágrimas y un nudo que lastima en la garganta.
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-“No es ese de la foto. Es mi compañero, yo lo conozco’, decía yo. Y me insistían con que él se fue a saquear. Decían cosas que no eran. Mintieron con todo”. Nahuel es el que rompe el hielo. Se lanza a habla de Ismael.
-“‘Hay que matarlos a todos estos indios’, le dijo un cliente en la farmacia al papá de Lucas.
-“¿Cómo va a saquear, si fue a buscar a la mamá nomás?, ¿Cómo va a ser un chorro, si es mi compañero? Acá se sentaba él”, se indigna Tomás y señala ese banco irremediablemente vacío.
-Julieta tuvo que sacar las garras en su propia casa: “Mi abuelo opinaba cosas malas de Ismael y yo le decía: ‘No abuelo, no es así’. Y no me creía a mí, le creía a la tele”.
Con el alma desgarrada, sin entender bien cómo la muerte le llegó a uno de su aula, tuvieron que salir a defender el nombre de Ismael. Patricia Ramírez, la maestra de 5 A, está allí para que todo resulte un poco más fácil. “Los que hablan no saben que la familia sufre, que nosotros sufrimos por Ismael. Tienen que respetarnos, somos chicos y estamos sufriendo porque mataron a nuestro compañero. No saben lo que es eso”. Candela le tiende una mano a Sheila. Allí en la Escuela Granaderos de San Martín, de Sáenz Peña, la sabiduría que aún no perdieron transformó el dolor en hermandad. Y esa hermandad huele a resistencia.
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Y al aula de la resistencia regresamos al día siguiente. Sheila quería hablar, quería contar quién era Ismael. Nos recibió con un abrazo y una carta para el amigo que se fue para siempre. Solo pasaron cuatro semanas y no puede hablar sin llorar. “Cuando me enteré que lo mataron no lo podía creer, no quería creerlo. Extraño su compañerismo, nos ayudabamos en todo, el uno al otro. En los recreos jugábamos a la pelota con Maxi y con él. El era buenito conmigo, no sabés la falta que me hace. El me contaba todo, yo le contaba todo a él. Perdí a la persona más inesperada. Yo sé que él está bien donde está, pero lo extraño”.
La ciudad ausente
Es miércoles 26 de septiembre. Pasaron exactamente tres semanas y dos días de la muerte de Ismael. Se hace una marcha desde el barrio Mataderos (donde vive su familia) hasta la Fiscalía de Investigaciones N° 4, en el centro de Sáenz Peña. La consiga es “justicia por Ismael” y la marcha -que debía ser multitudinaria- cuenta solo con un puñado de personas: familiares, la comunidad y amistades de la familia; la pancarta pintada por un artista plástico de Rosario, unos carteles improvisados y mucho dolor. La gente en el centro sigue con sus actividades, apenas si giran para leer alguna pancarta y siguen, indolentemente. Miran de reojo a ese puñado marchando por la calle 12 hasta la 10.
Y la justicia que nunca llega. Alejandra y su abogado, Mario Piccoli, ingresan a hablar con el fiscal Marcelo Soto; y salen sin nada: no hay culpables ni imputados. Ni una pista de quién disparó el tiro que mató a Ismael el 3 de septiembre.
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Tres días después de la solitaria marcha, Ismael tuvo su homenaje en el canchita del barrio donde tantas veces metió goles y tantas otras los erró. Los pibes y pibas de Mataderos se juntaron “para demostrar quién era realmente Ismael”. A Alejandra la alienta, porque le duele el rechazo que siente de gran parte de la sociedad chaqueña. “Hace muchos siglos, los blancos vinieron y nos sacaron todo. Hasta ahora nos sacan. Y encima nos discriminan. Me da mucha bronca todo lo que dicen, tantas mentiras escuché sobre mi hijo. ¿Porque hablan sin saber? Por toba nos pasó. Al Koki lo discriminan porque es hijo de una toba, una toba humilde”.
Por pobre y por originario, Ismael Ramírez fue asesinado dos veces. De un tiro en el pecho lo mataron el 3 de septiembre; todos los días lo vuelven a matar de la indiferencia de una sociedad que niega sus raíces Qom, Toba y Wichí. Mataron a un nene de 13 años en plena calle y ya no es noticia en Sáenz Peña. Ni en Argentina.