El señor de cara común y ordinaria, de cuerpo común y ordinario, de ropa común y ordinaria, de trabajo común y ordinario, de pesadumbre común y ordinaria, le dijo muy encrespado a la mujer común y ordinaria que estaba sentada a su lado en los últimos asientos del colectivo común y ordinario que avanzaba a pasos: “¿Y ahora por qué están de nuevo esos tipos jodiéndonos la vida? ¿No laburan? ¿Quién les paga para que corten a cada rato las calles?”. Ella encogió los hombros. “Así estamos, ¿no?” .
Cuando llegó a su hogar el señor común y ordinario advirtió que por debajo de la puerta de su departamento de un ambiente, común y ordinario, alguien había deslizado un sobre, un lindo sobre, buen papel, buena impresión, y lindas publicidades en papel maravilloso ofreciéndole servicios y objetos maravillosos a precio maravilloso. Para nada una correspondencia común y ordinaria. Entre el papelerío fastuoso estaba la factura del consumo eléctrico del mes, ahora papel áspero, opaco.
Pensó que era una broma de mal gusto. ¿Cómo alguien podía ser capaz de entremezclar una cuenta de miles de pesos con papeles que prometen una vida dorada? Se puso a reír. De la risa, mientras daba pasos por su monoambiente con la factura en la mano, saltó a la irritación, de allí a una efímera apoplejía que de inmediato se convirtió en odio, asco, bronca, ganas de matar: “¡Pero qué mierda se creen estos hijos de puta! ¡Creen que somos pelotudos que nos vamos a tragar todo lo que venga! ¿¡A nadie se le ocurre hacer algo, la puta madre!? ¿Dos mil y pico de luz?¡? ¡Se pueden ir todos a la reputísima madre que los parió!”.
Estaba aturdido el hombre común y ordinario. Primero desenchufó el televisor y de inmediato se puso a apagar cada una de las luces de su departamento.