Por Carlos Saglul | Es socióloga, docente y magíster en Ciencias Sociales. Se formó en el Grupo Transformaciones del Campo Cultural y Clases Medias en la Argentina Contemporánea, de la UBA, donde trabaja desde 1998. Se llama Cecilia Arizaga y analiza un fenómeno de racismo creciente que a diario alientan los medios de comunicación hegemónicos contra bolivianos, paraguayos, turcos y otros colectivos que en realidad encubre otro, más económico que racial: la aporofobia, detestación por los pobres.
¿Estos años han traído un reflorecimiento de la aporofobia?
-La globalización, la economía regida por el capitalismo financiero, generó nuevas formas de relación entre nosotros y los otros, en este caso los pobres. Las barreras sociales siempre han existido. Lo más inquietante de este tiempo es que, habiendo una apertura hacia algunas minorías, la intolerancia con los pobres crece.
Los barrios cerrados dan cuenta de eso…
-Pobres y ricos comparten el mismo espacio urbano. Al mismo tiempo, se naturaliza la diferencia social. Se toma como cosa natural que existan pobres y ricos, pero la relación que se da entre nosotros y los otros (los pobres) es una relación en tensión. La tensión se genera entre la repulsa y la necesidad: el pobre molesta pero al mismo tiempo es necesario para hacer ciertas tareas, desde cortar el pasto del jardín hasta hacer mantenimiento de los edificios. Es decir que los pobres son asumidos como mal necesario.
El barrio cerrado es justamente el intento de construcción de gente que se siente igual y trata de separarse de los otros, que ve como una amenaza. Se trata de un urbanismo denominado afinitario, un espacio de contacto con los iguales.
-Los prejuicios que se dan con sudaneses, bolivianos, paraguayos, tienen que ver con el relato de algunos medios pero ¿los políticos prenderían si el racismo no tuviera consenso en un amplio sector social?
Tenemos todo un imaginario atrás que dice que “llegamos en los barcos”, que “somos un crisol de razas”. La realidad es otra, y es que no somos tan amplios y abiertos. La meritocracia agravó este fenómeno: a partir de este criterio, el individuo es responsable único de su destino. No se toma en cuenta de dónde partió cada uno, las posibilidades que la sociedad le dio. Da lo mismo si nació millonario que en una villa. De esa manera, el pobre tiene la culpa de ser pobre. Y el racismo está dirigido siempre al boliviano pobre, al paraguayo pobre, a los sudaneses pobres.
Cuando hacía trabajo de campo en countries, se veía como algo bastante latente este rechazo que existe hacia “el otro”. Las barreras, al ser materiales, pusieron más claridad sobre esta división. Que existiera una organización cerrada con un muro que separaba el adentro del afuera generaba, en los que estaban adentro, una tendencia a cuidarse en las formas cuando tenían que hablar de ese “otro” que estaba afuera, especialmente de un otro más pobre. En este contexto, la seguridad ontológica del nosotros comunitario resulta un nicho de certeza. Su emergencia está íntimamente vinculada a procesos socioeconómicos resultantes de las políticas neoliberales que se dieron progresivamente acá y en el mundo y que alcanzaron su apogeo en los 90.
¿El intento de que los vecinos y las mucamas de Nordelta viajaran en colectivos separados es parte de esta aporofobia?
-Cuando vos te separás con un muro de otra gente, de sus formas de vivir, de su apariencia, estás mostrando un claro rechazo por la existencia del otro. Entonces no puede sorprender este tipo de incidentes. Lo que debería preocupar es que se tome como algo natural, que se admita el malestar que produce la presencia del pobre sin que esto cause repulsa. Este rechazo que ya existe hace tiempo hacia el otro ahora se está naturalizando, y hoy esta noticia no genera la repercusión que debería tener. Es algo tremendo porque es muy parecido al apartheid. A medida que las sociedades nos vamos haciendo cada vez más desiguales, la repulsa por los pobres se naturaliza junto con la intolerancia. Lo de Nordelta no es un hecho aislado.