Suele decirse que la memoria es la potencia del alma mediante la cual el hombre cae en el recuerdo de lo que le ha pasado, de lo que le ha ocurrido, de lo que ha vivido. Impetuosa necesidad de revivir el pasado que aflora sin cultivo ni propósito. Simplemente sucede: se recuerda porque ese recuerdo forma parte de la existencia y en ocasiones actúa como si fuera un músculo avivado por un aguijonazo: de modo ingobernable. Imposible reprimirlo o ignorarlo; posible, sí, olvidarlo, fingir desmemoria y sortear así el escozor que provoca, porque la memoria es subversiva, subvierte el presente, por un momento lo sumerge en sombras, pero ayuda a presentir el futuro. Hay personas que apenas se acuerdan del olvido.
Es diciembre, último mes del año que ya con sus primeros soles ha echado a rodar el intrincado y majestuoso mecanismo de la memoria. Repaso y balance, dicen; mes de fiestas, engañan. Fiestas, si cabe denominar de manera tan insultante a millones de hogares desprovistos de comida pero devorados por el hastío. Fiestas a las que el ochenta por ciento de la población no ha sido invitada.
Es diciembre y anoche, presa de un terrible insomnio, entre sábanas pegajosas y apremiado por un coro de grillos, me asaltó la nebulosa fiesta de la memoria. Mi abrupta partida hacia el Brasil, cuarenta años atrás, con el excluyente propósito de poner a buen resguardo el pellejo; el asesinato de mi amigo y compañero Carlos Valladares en el aeropuerto de Carrasco, víctima del Plan Cóndor, pocas horas después de haberme visitado en Sao Paulo; la primera navidad en el exilio brasileño, acurrucado en el piso de un baño, por completo borracho y perdido junto a una botella de caña Legui.
Todo ocurrió en diciembre, mes de fiestas fallutas y memoria loca. Fue en un diciembre, también, que bosquejé las primeras líneas de una novela pésima, insensata, que, presumía, hablaba de exilio, regreso y memoria: “Echaré de menos mi muerte, mi nacimiento y la melancólica felicidad de los ojos puestos en el mar de domingo, lamparillas extraviadas. Comprender de pronto que uno llevará consigo el perfume de los años a lo largo de los años, es excesivo; comporta, créanme, un dulce castigo. Transportar en el hocico, por el resto de los días, contenido e inesperado, los perfumes del desapego; magnífico entrevero de cerveza y camarones, marihuana, y de inmediato el letargo, teléfonos pinchados y espera, crepuscular urgencia de voces y la mirada, siempre la mirada de degollado en el espejo, la mirada y su vaivén irrefrenable por cartas henchidas de tontos pesares. El ramo de locura que causan todas estas palabras apelotonadas en la punta de la lengua, estúpido músculo de carbonilla que corre apremiado por la punta de los dedos que la lengua del recuerdo aviva. Porque dulzarrona y arenisca, como el gofio, es la textura del tiempo: memorar y relatar, memorar y desbaratar, memorar y aprisionar y esparcir, con las siete aberturas de la cabeza, cuerpos que hoy son estiércol”.
Añado: cuerpos que somos nosotros, en este diciembre de fiestas improbables y memoria desmembrada.
Sé que lo he citado en más de una oportunidad, pero se me hace que viene a cuento reavivar estas palabras de Louis Ferdinand Cèline, de su novela Viaje al fin de la noche (1932): “La gran derrota, en todo, es olvidar, sobre todo lo que te mata, y morir sin llegar a comprender jamás hasta qué punto los hombres son bestias. Cuando estemos al borde del hoyo no nos pasemos de listos, pero tampoco olvidemos; hemos de contarlo todo, sin cambiar ni una palabra de las lacras que hemos visto en los hombres, y entonces liar el petate y bajar. Es suficiente como trabajo para toda una vida”.