Por Diego Leonoff (@leonoffdiego) | “(…) Si es que conoces las costumbres y naturaleza de una y otra gente, que con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres (…)”.
Siendo cronista real e historiador oficial de la monarquía española, Juan Ginés de Sepúlveda escribió en 1544 la obra Demócrates segundo. Presentada en forma de diálogo según la tradición griega clásica, defendía la justicia de la conquista española de América y el modo en que la estaban llevando a cabo. Para ello, Sepúlveda –que nunca había estado en América– caracterizaba a los habitantes de estas tierras como “seres inferiores” y de “naturaleza ignorante e inhumana”.
Como tantos otros en su época, Sepúlveda no hacía más que poner en palabras la voluntad del “excelente, piadoso y justísimo rey” Fernando el Católico y su sucesor, Carlos I. Defender la “obligación moral” detrás de la conquista militar era el sentido de este escriba y tantos otros en su época, y en la nuestra.
Lo cierto es que durante la conquista de América tuvo lugar un colapso demográfico de la población, probablemente el más grave de la historia de la humanidad. El antropólogo, autor e investigador especializado en etnohistoria y demografía de los pueblos nativos del hemisferio americano, Henry Dobyns calcula que en los 130 años que siguieron a la llegada de Colón murió un 95 % de la población total del continente.
“(…) No daban a los unos ni a las otras de comer sino yerbas y cosas que no tenían sustancia; secábaseles la leche de las tetas a las mujeres paridas, y así murieron en breve todas las criaturas; y por estar los maridos apartados, que nunca veían a las mujeres, cesó entre ellos la generación. Murieron ellos en las minas de trabajos y hambre, y ellas en las estancias o granjas de lo mesmo, y así se acabaron tantas y tales multitúdines de gentes de aquella isla, y así se pudiera haber acabado todas las del mundo (…)”, relató el fraile dominico Bartolomé de Las Casas en 1540 tras su regreso a España como agente del obispo de Guatemala.
No fueron hechos aislados o un lapsus histórico. Las matanzas prosiguieron (y continúan hasta nuestros días): basta recordar sucesos cercanos en el tiempo como las campañas militares conocidas como “Conquistas del Desierto” o bien la «Masacre de La Bomba», por citar sólo algunas. Sin embargo, y sin ánimo de defensa o justificación de los genocidas criollos, ningún hecho alcanzó la magnitud de tiempos coloniales.
En las últimas horas, dos mandatarios latinoamericanos regalaron disímiles postales que obligan a reabrir el debate sobre lo sucedido. Ayer, mientras el rey de España y el presidente Mauricio Macri se tiraban flores mutuamente, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, lanzaba lo que el diario El País calificó de “un desafío diplomático contra España”.
Ni más ni menos, el jefe de Estado mexicano envió una carta en la que insta al país ibérico y a El Vaticano a reconocer los atropellos cometidos durante la conquista y a pedir disculpas por ellos. “La llamada conquista se hizo con la espada y con la cruz», indica.
No llamó la atención la consiguiente respuesta del gobierno español, que a través de un comunicado afirmó que “lamenta profundamente” la publicación de la misiva y “rechaza con firmeza” su argumento. Cada 12 de Octubre, el país europeo celebra el Día Nacional de España, también conocido allí como Día de la Raza (designación que persistió en Argentina desde 1916 hasta 2010, cuando la presidenta Cristina Kirchner modificó la fecha de conmemoración por Día de la Diversidad Cultural Americana).
Pese a la indiferencia monárquica para con el pedido de López Obrador, al día siguiente la mayoría de los matutinos Iberoamericanos se hicieron eco del intercambio diplomático y levantaron el guante a un lado y otro del debate aparentemente perimido.
Con un sentido orgulloso y cuestionador del pasado, el presidente de México terminó por opacar –sin intención, quizás- la visita a la Argentina del actual monarca, Felipe VI, a quien Mauricio Macri recibió con bombos, platillos y honores de jefe de Estado. Allí, el autor de «los patriotas debían haber sentido una gran angustia por tener que separarse de España» (dixit) habló de las “transformaciones que requieren esfuerzo” al comparar sus medidas de gobierno con las de Mariano Rajoy. “Los resultados están a la vista”, remató luego, ignorando que en España hoy el desempleo es del 14,1% y la deuda externa equivale al 167,4% del PBI.
Como con otras, el trasfondo de la visita (televisada desde el primer momento, cuando tras aterrizar en Ezeiza la pareja real debió esperar más de una hora por la falta de una escalera para el descenso) fue la construcción de una falsa expectativa en torno a potenciales futuras inversiones. Aunque fútil, nadie puede culpar al Ejecutivo argentino de mantener relaciones diplomáticas cordiales. Incluso aquellas protocolares, muchas veces son el piso sobre el que se empiezan a edificar estrategias de fondo que superen las fotos ceremoniales.
Del mismo modo, tampoco es justo el ataque sufrido por López Obrador en las últimas horas a manos de intelectuales, periodistas y dirigentes conservadores latinoamericanos. A fin de cuentas, es falso que la carta enviada pueda asustar inversiones de origen español en México. Tampoco tensará a puntos irreconciliables las relaciones bilaterales entre ambos países. Sencillamente, el flamante presidente logró llamar la atención, aportó a la construcción de una perspectiva histórica que no es novedosa y se diferenció de los gobernantes que sólo buscan congraciarse con la intelligentsia local.