Anoche cometí la imprudencia de encender la radio, y, en el mísero lapso de una hora, escuché a funcionarios del gobierno y dirigentes políticos empleando de manera bastarda el término honestidad. Al parecer, todos ellos son honestos. Y sus adversarios, desde luego, una manada de tipos impúdicos y engañosos.
Hurguemos, indaguemos e interpretemos. Según los tradicionales diccionarios de sinónimos, la palabra honestidad tiene un sinfín de acepciones: recato, castidad, pureza, decencia y honor; decoro, pudor, modestia, pudicicia, moderación y vergüenza; virtud, honra, urbanidad y cortesía; educación, delicadeza y miramiento.
Así las cosas, el hombre que se autodetermina representante y dueño de tan extensa e inapreciable nómina de cualidades, no puede menos que ser un falso dios, o, por qué no, un astuto deshonesto que con vehemencia desea alcanzar el éxito. Quien ofrece todo esto, debería cobrar por sus servicios. Y de buen grado muchos le pagarían.
Hay, desde luego, seres, objetos y geografías de cuya honestidad persona alguna abriga dudas. La luna, un racimo de uvas, una hoja en blanco.
Ocurre que la honestidad es una categoría vaga y expuesta al avatar que solamente adquiere vuelo e identidad con el correr del tiempo, y nunca jamás a partir de su mera enunciación. Decir sin más ni más que uno es honesto, por lo tanto, comporta una osadía, suena a insolencia y falta de decoro. El hombre que desde el llano se declara solemnemente honesto, incurre en un atrevimiento, porque su honestidad no puede ni debe ser declarada, sí, en cambio, advertida, admirada y celebrada, pero no por él sino por el otro, por el vecino. No infrecuentemente el honesto va a la tumba lleno de remordimientos: su pudor, su decencia y su miramiento, lo llevan a sospechar que alguna canallada ha cometido. Por lo demás, esta imperiosa necesidad de hacerle saber a la sociedad que se es decente, puro y honrado, mueve a pensar no ya que quien lo afirma está lejos de serlo, sino, también, que la falta de confianza en sí mismo es tan grave y profunda que hasta los espejos se opacan a su paso.
La cuestión es muy sencilla. El que quiere honra, dice García Lorca, que se porte bien.
Existen numerosas maneras de corroborar la veracidad de estas espléndidas cualidades. Una de ellas, por ejemplo, consiste en detenerse frente al televisor e inspeccionar minuciosamente al funcionario o dirigente que funda en la honestidad su palabrerío. Su mirada, quizá lobuna, tal vez descentrada, podrá delatar el engaño; también sus gestos, acaso el timbre de la voz o el tamaño y formato del nudo de la corbata. Otro modo, habitualmente utilizado en estas playas, es bucear en el pasado del pobre hombre. De esa manera, podrá uno descubrir o recordar que éste vive de rentas y aquél ha estafado diez veces al Estado; que el otro está vinculado al lavado de narcodólares y el de más allá ha sido funcionario de alguna dictadura y como tal un tipo despreciable.
Encontraríamos, tal vez, improductividad, corrupción, ineptitud, y, ante todo, falta de escrúpulos y de decencia. Pocos quedarían en pie. Sólo la luna, el racimo de uvas y la hoja en blanco.
Al fin y al cabo, ser honesto no es tarea enojosa y menos aún enredada. Es hombre honrado, dice Stendhal, el que es todo lo que hay que ser para no morir colgado. Y ya nadie pide tanto. Apenas un léxico verosímil y probable, y, desde luego, una conducta consecuente. Si todo el mundo fuera puro, decente y recatado, la vida sería en extremo aburrida, y hasta el más honesto de los honestos algún día tendría que morir ahorcado. Para avivar el ánimo y desentumecer el juicio, digo.