He conocido a un tipo que, casi a los gritos, me juró que ni por asomo es un hombre de la calle, mucho menos ciudadano de a pié u hombre común. Que lo martiriza esa cosa de que alguien lo tome como parte o ejemplar de esa perversión informe a la que políticos y medios de comunicación llaman gente. Pocas veces en mi vida anduve por la calle, me dijo. Jamás a pié. Claro que soy gente, pero no esa gente de la que hablan. No soy lo que algunos dicen que soy o aparento ser. Algunos hacen gala de tener certeza de lo que soy. Me acusan de sonreír cuando, dicen, nunca sonrío. Pero no saben que sonrío cuando debo hacerlo. Me acusan de estúpido cuando digo estupideces pero no caen en la cuenta de que soy estúpido cuando debo serlo. Me tratan de hipócrita cuando les doy la mano a personas que me parecen sencillamente prescindibles. Digamos que el humus de mi inteligencia reside en el asombroso don de la ubicuidad que heredé de mis padres. A ver si nos entendemos: yo no soy. Estoy. Y así, estando y estando, haciendo de cuenta que soy, siempre estaré. ¿Me entiende?