Lennon, Tony, Chiche y yo no éramos estudiosos del tema de la revolución, ni de la lucha de clases. Éramos pibes que andábamos con una terrible sensación de angustia, de opresión continua. Ganas de mandar todo al diablo. Anhelábamos un mundo nuevo. Estábamos podridos de lo que pasaba a nuestro alrededor sin tomar partido. El partido que en ese momento nos reunió fue la UES, los Montoneros. Y ahí nos hicimos tipo persona, algo por el estilo, tipo que habíamos encontrado un lugar en el que desparramar nuestras cosas, de tenderlas de viento a viento, de compartirlas, de reunirlas, de padecerlas juntos y juntos tratar de darle un sentido, un más allá del lamento. Todo era un andar de bronca, entusiasmo y decisión, y al decir todo digo la totalidad del todo, la esencia del todo, el zumbido continuo del todo. La vida contemplada a través de una nube. Un compromiso indisoluble. Un abrazo animal. Sentíamos que andábamos abrazándonos a cada momento. Y el que no nos abrazaba era un infeliz. Nadie pronunciaba la palabra todo, pero en la búsqueda de ese todo sin referencias claras ni perfumes figurados, nos iba la vida.
Mundo choto, decía Lennon, mundo muy choto, decía Lennon. Lennon, pantalón bombilla. Lennon, cara flaca, huesuda, carita de conejo triste con anteojos culo botella. Siempre daba la impresión de que tenía algún recuerdo o alguna palabra a medio caer. Lennon cadete, libre, buscavidas, amante fiel de Sui Géneris, pibe de sueños escurridizos en una casa de dos habitaciones en primer piso por escalera del barrio del Once, quizá en la calle Loria, o Urquiza, junto a su padre, peronista y porteño, ordenanza en el Edificio Alas y tanguero de ley que se echaba a dormir con la radio spika en el oído y amanecía de la misma manera. Con Lennon caminábamos cuadras y cuadras hacia ningún lugar. Nos desafiábamos a un concurso de memoria y oído mientras dábamos pasos sin parar, pasos a como sea, de patear chapitas y piedritas y puchos en el camino. Había que tararear, en el orden establecido en el disco, desde la primera canción del lado A hasta la última del lado B de Rubber Soul. A dos voces cantábamos “Aprendizaje” o “Rasguña las piedras” por la calle. Nos echábamos a tomar sol con las manos anudadas en la panza en alguna de las cuatro barranquitas de la plaza Libertad. En el centro de esa hondonada de la plaza había cuatro senderos de cemento que circundaban una fuente de agua. Era nuestra plaza.
Una noche, a la salida del colegio, Chiche nos dice: en quince minutos vamos a pintar en los andenes de la estación Tribunales del subte. De un bolsillo de la campera negra sacó tres sapitos, esos de lata, chiquitos, los que hacen un ruido agudo y metálico cuando los apretás, los que usan en las fiestas infantiles, en los carnavales. Un campana en cada una de las bajadas de las escaleras mecánicas que llevaban al andén, para que, si los campanas veían algún tipo sospechoso mientras estábamos pintando en las paredes, junto a las vías, les dieran una y otra vez al sapito. Alerta, el sapito alertaba. Creo que esa vez pintamos algo sobre eso de que Perón estaba rodeado de gorilas, “¡qué pasa, qué pasa, qué pasa General, está lleno de gorilas el gobierno popular!”. Qué pelotudez, ¿no? Y los sapitos de lata croando y que nadie de nadie les daba bolilla, seguíamos, siempre seguíamos hasta que las luces energúmenas del tren bajo tierra se acercaban a la estación y uno debía abandonar la pintada y trepar a las apuradas al andén desde las vías, porque andábamos pintando las paredes junto a las vías. Lennon que de pronto se pone a grito pelado: “¡Viene alguien, viene alguien!”. Y Chiche, más tarde, recriminándolo porque no había hecho sonar el sapito, porque no podía ponerse a gritar de ese modo desde el otro extremo del andén, junto a las escaleras. “¡Si ni sabés manejar un sapito, estamos para la mierda!”. Al sapito, Lennon lo había metido en el bolsillito de las monedas de sus vaqueros bombilla, y de tan apretado que llevaba el pantalón, no había podido sacarlo a tiempo. Que se le trabó la mano, dijo, que qué sé yo, dijo, y por eso se puso a gritar. Pidió disculpas. Chiche lo sancionó. Las sanciones eran cosa de comedia. Un día, acaso un fin de semana enterito, sometido al orden cerrado que supervisaba un superior: venia, taconeo, comida en cuentagotas, redacción de escritos sobre ideología, compromiso y revolución. Disciplina prusiana.
Lennon era suigenerista y suigenerólogo. Ahorró por meses para comprarse una entrada para la despedida de Sui Generis en el Luna Park, creo que en septiembre de 1975. Dos funciones. Y él fue a las dos. También le gustaba Aquelarre, dos por tres se ponía a tararear Violencia en el parque.
Hay cosas que no se pueden contar, o, mejor dicho, que no se pueden explicar. Cosas de la vida y de la muerte. Primero, porque la muerte, como hecho posible, cercano, no existía. Ninguno de nosotros pensaba que podían matarte. ¿Por qué te iban a matar? ¿Por hacer política? ¡Si éramos pibes! La muerte, pensábamos, nunca ocurría, no pasaba, era cuento, no dolía. ¿Qué adolescente puede creer que la muerte duele? No porque la muerte se nos antojara cosa tonta, sí cosa lejana, imposible de ocurrir. No había muerte posible en aquella época. La muerte les ocurría a otros. Pero bien que la muerte se nos metía en la cabeza. Buena parte de las personas que admirábamos había muerto, o la muerte les había andado cerca.
Me contaron que una vez un militar dijo que la muerte es una idea de civil. Un militar de cualquier Estado militar de cualquier Estado pedorro. Entonces, es decir, por lo tanto, acaso, la muerte es una idea de civil. No es más que eso: una sencilla y absurda idea con corbata, o con falda, porque todo civil usa, o alguna vez usó, corbata o falda. Quizá una mala idea. Una nube en la cabeza. La muerte: un desliz, una flaqueza, una indiscreción moral que ataca a tipos que a veces no se afeitan y que llegan tarde a su trabajo y que de regreso a su hogar se tiran en un sillón y miran tele. O a tipos a los que les encantaría afeitarse a veces y tener un trabajo y regresar a su hogar y mirar tele. Civiles, tontos y despistados civiles que nunca caerán en la cuenta de que la muerte ha sido inventada para ellos, no para los militares.
Chiche y Lennon son ausencias que me ahogan. Ausencias que tendrían que sumergir en el ahogo a cualquiera.
A Oscar Alberto Teyeldín, es decir, Lennon, la desaparición lo sorprendió en el anochecer del 5 de febrero de 1977, en Olleros entre Corrientes y Forest, barrio de Chacarita. Un Ford Falcon verde. Tenía 19 años. Una ausencia que ahoga, que sacude hasta el aturdimiento. ¿Qué fue de su destino? Jorge Rafael Videla lo explicó durante la conferencia de prensa que brindó el 14 de diciembre de 1979 en la Casa Rosada: “Frente al desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita. Si el hombre apareciera tendría un tratamiento X y si la aparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está… ni muerto ni vivo, está desaparecido”.