El agua desapareció después de las diez de la mañana. Ledesma ya había tomado su café y tragado el comprimido de un miligramo de clonazepam como lo hacía cada mañana a la misma hora. Todo comenzó cuando quiso enjuagar la taza. La canilla dejó escapar un hilo de agua, enseguida unas gotas que caían con flojera y que Ledesma se quedó mirándolas con las manos apoyadas en el borde de mármol artificial de la pileta de la cocina de su departamento de ambiente y medio. Entonces la canilla tosió un par de veces y de pronto murió, seca, bien callada. El portero le dijo por el teléfono interno que las cañerías y el tanque de agua del edificio habían colapsado. Así se lo dijo. Colapsado. Qué manera elegante de decirme que no podré bañarme, ni siquiera refrescarme un poco para ir a la oficina. Fue al baño y se miró al espejo. Una cara descolorida y fofa, los ojos hinchados por los treinta y cinco grados y la humedad de enero. No, así no puedo ir, se van a reír, voy a dar lástima. Ledesma trabajaba en el departamento de contabilidad de una empresa de venta de electrodomésticos en el centro de la ciudad. Desde las once de la mañana y hasta las nueve de la noche no hacía otra cosa que sumar, restar, dividir, llenar planillas y formularios, todas esas cosas que había aprendido en el colegio comercial, además de teclear con los ojos cerrados, de donde había salido muy satisfecho con su título de perito mercantil hacía unos veinte años. Ledesma sabía a la perfección que en la vida no hay deudor sin acreedor, ni acreedor sin deudor; que el que recibe es deudor y el que entrega es acreedor; que todo lo que se recibe se acredita y lo que se entrega se debita; que las pérdidas se debitan y las ganancias se acreditan. Todas esas cosas que ahora, sin agua, con la cara borroneada por el sudor, no le servían para nada. No, me van a cargar, se me van a reír en la cara. Por un momento la situación se le antojó providencial. Un día de fiaca, sin deudores ni acreedores ni pérdidas ni ganancias. Un día para quedarse despatarrado en la cama haciendo lo que le viniera en gana. Llamó de nuevo al portero. No sé, Ledesma, vinieron dos tipos que mandó el consorcio y dijeron que con suerte todo va a quedar arreglado a la noche. Ledesma llamó a la empresa, habló con Machicote, el de recursos humanos, y pidió un médico a domicilio para justificar la falta. ¿Algo grave, Ledesma? No, el estómago revuelto, mucha acidez, no sé. No se nos quede, Ledesma, no se nos quede, le dijo Machicote, y largó una carcajada. Esperamos verlo mañana. ¿Qué sería de esta empresa sin usted?
El médico llegó a media tarde, cuando Ledesma estaba echado en la cama mirando una escena de la película en la que Tita Merello decía: “Cada mañana, cuando nos despertamos, nacemos”. El doctor Equis, porque así se presentó, buenas tardes, soy el doctor Equis. Era un hombre joven, de ojeras profundas, cara apergaminada por el aburrimiento, metido en una bata azul gastada. Primero le pidió el documento de identidad y llenó un formulario. Le examinó la garganta, los ojos, la presión arterial. Le hundió los dedos en la ingle, en el estómago. Lo auscultó. Se sentó en el borde de la cama. Con leves bamboleos de la cabeza se puso a decir no, no, no. Alzó las cejas, encogió los hombros. Dijo:
“Espero que sepa comprenderme, señor, señor…”
“Ledesma, doctor”.
“Ah, sí, Ledesma. Pero no puedo hacerle un certificado que justifique su falta. No se ofenda, pero creo que usted no tiene nada que pueda justificar su ausencia en el trabajo”.
“Ya le dije que mi estómago es un volcán y la acidez me está matando”.
“Sepa disculparme de nuevo, pero después de haberlo examinado no creo que sea así”.
Ledesma se incorporó en la cama, apoyó la espalda en el revoltijo de almohadas y puso su cara a centímetros de la cara del médico.
“¿Usted me está diciendo que miento?”
“En la empresa son muy exigentes con esas cosas”.
¿Esas cosas?, pensó Ledesma. ¿Qué mierda son esas cosas”. Y se lo dijo:
“¿Esas cosas?”
“Las simulaciones de muchos empleados para no cumplir con el deber, Ledesma. Todos los días nos encontramos con esas cosas”.
Ledesma lo acompañó hasta la puerta. Mientras cerraba la puerta del ascensor el médico le advirtió que le descontarían ese día por ausencia injustificada. Volvió a dejarse caer en la cama. Ahora se sentía afiebrado. Las pérdidas se debitan y las ganancias se acreditan. No hay deudor sin acreedor. El dolor en las costillas, como si las costillas estuvieran encogiéndose y ahogando esas cosas del cuerpo. La película con Tita Merello había terminado. Había publicidades de cremas, o pomadas, o esas cosas para evitar que el sol te convierta en una cosa que te achicharra. Sintió que iba a vomitar. Pensó que, al final de cuentas, su vida era llevadera.