Nunca jamás me había imaginado que iba a gastar buena parte de mi vida en satisfacer mi narcisismo a través de la escritura, de escribir sobre todo lo que tuviera a mi alcance y de mi presunta perspicacia escribir. No estoy de acuerdo con el comentario sobre Rilke que hace Walsh en su especie de mini autobiografía: “La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: ´Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no debe escribir´”. Y sí, ¿por qué no? Estoy con Rilke. Si usted piensa que puede vivir sin escribir, no lo haga, por favor. Porque así estamos, con librerías repletas de libros de morondanga escritos por personas que bien podrían vivir de otra cosa, y, por lo demás, librarnos de gastar la plata y el tiempo en lecturas sin sentido, carentes de nervio, de palabras que usted no necesita escribir para vivir. Vivir, claro, en el sentido más preciso de la palabra vivir: comer.
No son pocos los momentos en los que pienso que el acto de ponerse a escribir no es otra cosa que un acto de egolatría, incluso de envanecimiento. Todo comienza cuando alguien lee lo que uno escribió y te suelta: “¡Muy bueno, che!”. Por ahí es un alguien muy amable y misericordioso. Y generalmente lo es. Y uno se lo cree. Y se pone a escribir. Sin método, conocimiento ni propósito. “¡Muy bueno, che!”. Y en realidad no es otra cosa que un amasijo de palabras sin sentido.