No hay muertos, tampoco hay vivos. Hay escenario. Y actuación continua. Hay muertos numerados, es decir, cuerpos que de pronto pierden toda identidad, se difuminan, y ahora no son más que un número, una cifra, una estadística, un punto en una curva, un ¡ALERTA!, ¡ALERTA! ¡PRIMICIA! en la pantalla del televisor. Y en todas las voces que salen de la radio. Esos autoproclamados comunicadores sociales dan la impresión de que la suerte que pueda correr alguien al que no conocen les importa un bledo. O sí: son noticia, buscame ya el teléfono de la madre o del hermano del tipo que murió en el Chaco, vamos, apurate. Quedate en tu casa que nosotros te sometemos al griterío y a la construcción del miedo.
No estaría mal que buena parte de los periodistas se entregara a una cuarentena total y absoluta. Imposibilidad de hablar o escribir con esa gula de catástrofe tan insultante, tan baja. Tan poco solidaria. Tan poco decente.
Como bien dice Cortázar en las últimas líneas de Policrítica a la hora de los chacales (1971): “No me excuso de nada, y sobre todo no excuso este lenguaje, es la hora del chacal, de los chacales y de sus obedientes: los mando a todos a la reputa madre que los parió, y digo lo que vivo y lo que siento y lo que sufro y lo que espero. Sólo así podremos acabar un día con los chacales y las hienas”.