Por Federico Chechele | “A veces, por el pozo de aire y luz del edificio suben unas zambas cantadas en coro por chicos de provincia que vienen a estudiar a la capital. Se podría decir que ese es el ruido exacto de la soja”.
Cuando leí la frase que escribió Pedro Mairal en Maniobras de evasión, agarré la punta de la hoja y le hice un triangulito para dejarla marcada. Cerré el libro, salí de la cama y me lo traje al escritorio. Lo apoyé al lado de la computadora y copié la frase exacta.
Nada me pareció más genial que escuchar el ruido de la soja. Y me empecé a llenar de preguntas inocentes sabiendo a dónde quería llegar, pero sin saber cómo.
Como la inmensa mayoría de las personas urbanas no tengo ni idea qué es la soja, más allá de lo que representa. Entonces se me vinieron primero las imágenes. Amagué poner “soja” en google para observarla detenidamente pero opté por la sinceridad: lo único que sé de ella es que es ese “yuyo” verde, casi irlandés, que vemos cuando viajamos en auto por alguna ruta del país. Parece inocente, pero no lo es. Es invasiva. Reemplazó el paisaje de vacas, trigo y maíz con el que se cimentó este país por un reguero de químicos que destruye la tierra y a la gente que convive con ella.
También debo reconocer que sé de su sabor. En tiempos de soltería solía comprarme hamburguesas de soja congeladas para cuidarme el peso y porque dicen que es sana. No son ricas, casi que no tienen gusto. La mayoría de las veces le ponía queso arriba para que le tire una onda.
Ya sabemos el ruido que hace. Ya la vimos, la degustamos y la olimos. Faltaría tocarla para darle vida a los cinco sentidos, pero lo más cerca que estuve de una soja fue, como les dije, desde un auto y a más de 100km por hora. Como nunca la toqué me atrevo a reemplazar es sentido por la mayor característica que mueve a este mundo: el poder.
Una vez, un dirigente del gremio de aceiteros me contó una anécdota. Dice que cuando asumió al frente del sindicato quería convencer a los afiliados del poder que tenían enfrente. En el puerto de Rosario, subió a una barcaza con varios compañeros que trabajaban en las empresas agroexportadoras y los llevó a pasear por el río Paraná para que vean con sus propios ojos cada una de las empresas y el volumen de soja que movían para vender al exterior. Así pudo demostrar y convencer que la disputa por la distribución de la riqueza era posible, y necesaria.
Hoy, en medio de la pasividad de la pandemia, los trabajadores siguen con sus tareas porque se trata de alimento y es un bien esencial. Así lo refleja el decreto 297/20, por medio del cual se estableció el aislamiento que aclara que una de las actividades exceptuadas son las “vinculadas con la producción, distribución y comercialización agropecuaria y de pesca”. Estas empresas no pararon nunca de producir y embolsar a cuenta de la exposición al virus de quienes ponen la mano de obra sin la protección necesaria.
Pero hay algo peor, estas empresas son las que rechazan y aprietan a los medios hegemónicos con sus publicidades para que hablen en contra del impuesto a los ricos que se baraja en el Congreso con un fuerte consenso de la población. Son los que se resisten ayudar a los que más lo necesitan.
El libro citado al comienzo de esta nota refleja el Lado B de la escritura, esa página en blanco que padecemos los que nos sentamos a escribir. Pero no somos los únicos. En todos los ámbitos hay una trastienda que rever. Hoy en día, algunos hasta se plantean que el formato actual del capitalismo está en duda por la crisis que desnudó esta pandemia de coronavirus.
De los que estamos seguros es que de acá todos saldremos un poco más pobres, pero no pobres. Todos seguiremos en el mismo lugar y algunos más miserables.
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