Leo “El río sin orillas”, de Juan José Saer. Leo, en una de sus páginas: “Para la mayoría de los secuestrados, desde el momento en que iban a buscarlos, empezaba un largo túnel que desembocaba en la muerte. La máquina de aniquilación se obstinó, con prolijidad, en borrarlos, moralmente primero, con un itinerario orquestado de humillaciones; físicamente más tarde, con el suplicio y con la muerte, y por último materialmente, quemando y hasta triturando los cadáveres, dispersándolos en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire, con el fin de hacerlos desaparecer, confundidos con los elementos, entre los pliegues más secretos de lo anónimo. Durante dos o tres años, los militares se felicitaron de haber instaurado, como los romanos de Tácito, la paz, hasta que poco a poco, la inconcebible muchedumbre de sombras que ellos creían haber pulverizado y sacado para siempre del aire de este mundo, se puso, con obstinación, a volver. El río, el océano, devolvían, periódicos, los cadáveres; la tierra vomitaba los huesos, los fragmentos de huesos, calcinados pero irreductibles. La opinión pública empezó a inquietarse; aparte de las familias, de los amigos de los desaparecidos, de los exiliados, de las organizaciones humanitarias y de una minoría lúcida que desde el primer momento fue consciente de lo que ocurría, la opinión indecisa, fluctuante, siempre dispuesta a adoptar la explicación más autogratificante de las cosas, se dejó mecer por la melodía con la que más frecuentemente se la incita a bailar: el nacionalismo”.
Leo y una vez más comprendo, comprendo entonces, que nada ha sido en vano. Están, estoy, estamos. Porque siempre ha habido un lugar común: la tierra. Porque siempre hay tierra en la vida. De toda naturaleza. Tierra imposible de horadar. Tierra grumosa y bastarda. Lodo que atrapa, que chupa e inmoviliza. Cascotes de tierra seca y estéril. Quizá tierra sabia, huidiza, que se escabulle entre los dedos pese a la gana y el deseo de retenerla. En el más pertinaz de mis recuerdos del paso de la infancia a la adolescencia, hay tierra húmeda. Lombrices que buscábamos entre los escombros de la vieja penintenciaría de Las Heras y Coronel Díaz para pescar mojarras en la Costanera. También tierra estercoliza que mi tío abuelo removía en su huerta de Castelar con el propósito de sembrar alcauciles que nunca jamás pudo cosechar. Tierra sucia y divertida en los túneles que la Italo había abierto en la calle Peña, y los Pomeranz y los Guevara Lynch y el pusilánime de Parodi y yo jugábamos a la guerra, arrastrándonos como topos por esas catacumbas frescas y blandas. Tierra en los experimentos de botánica en el Castelli. Tierra en las canchas de fútbol de los torneos de la escuela Juan Larrea, y en las orejas tierra pastosa al cabo de cada partido. Y un día, temprano en la mañana, años setenta, ya estudiante secundario, en un cementerio acosado por tierra cenicienta, la tierra del demonio que cubrió el féretro donde yacía, repleto de buracos, el cuerpo del Roña Beckerman. En todas esas tierras solía sumergirme, de a ratos, mientras viví exiliado en el Brasil. En el otoño de 1977 un amigo me hizo llegar a Sao Paulo un sobre con un raro cargamento: un cigarrillo Parissiennes, rancio y aplastado tras el largo viaje, y una pizca de tierra de los jardines de Palermo, tierra cercana al monumento a Rómulo y Remo, donde, en tiempos mejores, cada sábado, jugábamos fútbol. Fumé el cigarrillo y luego llevé la tierra a la boca y la mastiqué como un demente. Y tenía el sabor de historia ramplona, a tierra por completo impenetrable, tierra ignorada y pestífera, donde, me decían las cartas, me decían los llamados telefónicos, estaban apelotonando, a hurtadillas, los cuerpos de todos mis amigos.
Creo que todos hemos padecido la tierra en algún momento de nuestra vida. Ausencia, inefable compromiso, atávica necesidad de escarbar para hallar respuestas. Mis mejores y más colosales amigos están bajo tierra, o sumergidos, presumo, las patas apresadas en cemento, en el acaramelado Río de la Plata. En el lodo. Chiche, Lennon, el Oveja, el Negro, Angelito, Jon, Adriana, Rulos, el Turco, el Negro, Penny… Cuerpos, tantos, pero tantos, que han hecho de la vida una continua sucesión de muertes y renacimientos. Personas que, como la tierra, exhalan el perfume y el vigor de lo irreductible, de lo permanente.
Imagen: de la obra Ausencias – Argentina (2006), de Gustavo Germano.