De salir a la calle, a todas las calles, y reunirnos en las calles todos los que no podemos vivir sin calles. Y que en ese encuentro callejero nadie calle. Ganas de tratar de comprender y aceptar todas esas cosas estrambóticas que dicen y claman los que nunca han sabido lo que es la calle, y mucho menos callarse cuando lo que dicen es por completo esotérico para los que viven en la calle. La calle es el único espacio permitido para no callarse. Ganas de callarse, y que todos se callen, cuando no hay nada que decir. Y ni hablar de las ganas de sopapear a los que se la pasan diciendo cosas sin calle, casi a los gritos, del hombre de la calle, como si alguna vez en su vida hubieran callejeado y conocido al hombre de la calle. Como si alguna vez en su vida hubieran olfateado el olor de la calle. Ese formidable olor a marabunta.