Por Fernanda Caminos* | El pasado jueves 6 de agosto a la madrugada, la Policía de la Provincia asesinó a un joven de 17 años en la ciudad de Córdoba. Su nombre era Valentino Blas, iba en auto junto a cuatro amigues con les que había salido a un bar a comer pizza y tomar unas cervezas. A la vuelta, se cruzaron con un control policial que supuestamente les dio la señal para que se detuvieran. Les jóvenes siguieron su recorrido y, en consecuencia, los policías comenzaron a disparar. Blas iba sentado en la parte trasera del auto cuando una de las numerosas balas que tiraron con sus armas reglamentarias -serían más de diez- atravesó el vidrio y le dio por la espalda. El conductor del auto lo llevó a un hospital privado de Nueva Córdoba donde le negaron la atención. Minutos después, Blas falleció en el mismo lugar donde recibió la bala, en el asiento trasero del auto del papá de un compañero del colegio al que asistía. Blas estaba en el último año de la escuela.
Blas es otra víctima de la violencia policial. La quinta en Córdoba desde que comenzó la cuarentena por la pandemia. La última fue un mes atrás, en un barrio periférico y tradicional de Córdoba. Su nombre era José Antonio Ávila y era vendedor ambulante. Tenía sólo 35 años y dos hijos. Así como sucede con tantos otros, no hubo repercusión mediática sobre este caso.
Escribo esta nota desde una posición que considero necesario aclarar. Soy antropóloga e investigadora integrante del Núcleo de Antropología de la Violencia, Muerte y Política del Museo de Antropología de Córdoba. En mi tesis de licenciatura, investigué el proceso judicial iniciado por el asesinato de un joven de 17 años, habitante de un barrio periférico de la ciudad de Córdoba en el año 2014. Su nombre era Fernando, pero, en el barrio, le decían “El Güeré”. Más de un lector sabrá de quién estoy escribiendo. Una madrugada, salió con su primo en moto a comprar una coca y, al regresar a su casa, un móvil policial, aparentemente, los quiso detener. Como no pararon, los policías comenzaron a disparar. Las balas alcanzaron a ambos, pero solo una de ellas fue letal. El Güeré murió en brazos de su primo.
A pesar de que la Policía buscó instaurar la versión del enfrentamiento policial -al igual que con Blas, a Güeré le plantaron un arma para simular la existencia de fuego cruzado- para justificar que habían disparado en legítima defensa, el Güeré se convirtió en un símbolo contra el abuso policial y el gatillo fácil en barrio Los Cortaderos. Güeré trabajaba en los cortaderos de ladrillos y quería ser locutor de radio.
Este proceso judicial fue paradigmático en el campo de las muertes llamadas de “Gatillo Fácil” por la amplia difusión mediática que culminó con la condena a cadena perpetua de los policías involucrados. En las movilizaciones sociales de demanda por justicia, en los discursos públicos y en las audiencias judiciales, los familiares debieron defender y limpiar la reputación del joven que fue cuestionada por su pertenencia de clase, tanto por los principales medios de comunicación como por funcionarios del poder judicial. De este modo, a través de la implementación de diversas estrategias, debieron sostener que “no estaba haciendo nada” y, por lo tanto, era una “víctima inocente”.
Lo que me interesaba de aquella investigación era dar cuenta de que la judicialización de un caso no depende sólo de los aspectos normativos y legales, sino de condiciones sociales, económicas, culturales y políticas que rodean a una muerte por violencia institucional. Poder dar cuenta de la selectividad mediática que había tenido esta muerte, en detrimento de tantas otras, me permitía exponer cómo el sistema de clasificaciones morales permea incluso las actuaciones que se pretenden neutrales y, de este modo, legitima y legaliza no solo los asesinatos perpetuados por funcionarios policiales, sino cierto tipo de víctimas de esta violencia.
En estos días, el asesinato de Blas conmueve a la provincia. Las redes sociales se llenaron de publicaciones atravesadas por el dolor y el desconsuelo. Familiares, amigues y profesores demandaron justicia y denunciaron el accionar policial. Esta muerte movilizó lo que, hasta ahora, ninguno de los casos de los llamados “gatillo fácil” había logrado: al conjunto de la clase media reclamando por la impunidad policial y la violencia estatal legitimada. La repercusión mediática fue tal que, en tres días, se logró lo que sucede sólo cuando hay presión política: la remoción de las autoridades de la Dirección General de Seguridad Capital de la Policía de la Provincia de Córdoba.
Al contextualizar culturalmente las muertes por violencia policial, es importante aclarar que, en cuanto un joven se convierte en “víctima de gatillo fácil”, inmediatamente, recaen sobre éste acusaciones sociales porque “algo habrá hecho”. Esto es así porque, generalmente, se señala a los jóvenes como únicos responsables del incremento en la violencia delictiva y la llamada “inseguridad” creciente en Córdoba. De este modo, las construcciones morales en torno al supuesto merecimiento de la muerte de ciertos jóvenes en manos de la Policía se debe leer a la luz de un contexto específico, en la medida en que la cuestión de la inseguridad se debate entre ciudadanos que “no cometen delitos y, por lo tanto, son portadores de derechos” y los “otros”, portadores y productores de “inseguridad”.
La mayoría de estas muertes son justificadas por las fuerzas de seguridad alegando “enfrentamientos” y apelando a la figura de “legítima defensa”. En muchos casos, las víctimas no estaban realizando ninguna acción delictiva al momento del asesinato y, sin embargo, se pone en cuestión la inocencia debido a su pertenencia de clase. En contraposición a lo que ocurrió con Güeré, sobre Blas, no hubo juicio moral por su pertenencia de clase ni se puso en duda su inocencia.
El caso Blas es un ejemplo de excepcionalidad mediática y selectividad política por lo que cabe preguntarse: ¿Por qué esta muerte devino en un caso mediático a diferencia de todas las otras muertes por violencia policial en Córdoba? ¿Cómo una muerte ocasionada por la policía deviene un caso mediático y una causa política?
En este sentido, me parece fundamental denunciar, visibilizar y colocar en el debate público las diferenciaciones en el tratamiento social que tienen las muertes ocasionadas por las fuerzas de seguridad del Estado cuando la víctima es aquella persona “que no merecía morir así” porque “no estaba haciendo nada”. Es necesario, entonces, pensar y darle importancia a los procesos de moralización y construcción social de las víctimas en tanto constituyen y dan sentido al accionar mediático, político y judicial
La repercusión mediática de esta muerte confirma lo que venimos afirmando desde ámbitos académicos y políticos: la represión, el hostigamiento y la violencia policial son prácticas legítimas en cuanto son dirigidas a los sectores sociales empobrecidos. La clase social termina determinando siempre el “merecimiento” del accionar represivo de la policía, ya que “no haber hecho nada” no es motivo suficiente para tornar una muerte en causa social. Así, la violencia policial es legítima y legal cuando actúa sobre determinados cuerpos que son constituidos como matables.
Asimismo, este caso trae a la escena política la disputa en torno a las representaciones y significados del “gatillo fácil” como práctica y como modo de designar estas muertes. Desde algunos medios de comunicación locales, se sostiene que éste no es un caso de gatillo fácil porque no hay sospecha real de delito e, incluso, el propio abogado defensor de la familia de Blas sostuvo lo mismo argumentando que Blas no participó de ningún hecho delictivo. Como describí arriba, Güeré Pellico tampoco.
Estos argumentos contribuyen a reproducir la diferenciación entre víctimas, ya que no existe tal distinción legal que modifique la posible condena a los policías procesados por esta muerte. En última instancia, es una distinción moral. Además, invisibiliza los numerosos casos de jóvenes asesinados por la Policía en situaciones en las que no estaban delinquiendo ni estaban poniendo en riesgo la vida de ningún policía y que ni periodistas ni abogados ni funcionarios judiciales dudaron en llamarlos casos de “gatillo fácil”.
Siguiendo esta línea argumentativa, el “gatillo fácil” como categoría política y como práctica está atravesada por marcadores de clase que, al tiempo que denomina una acción, la legitima en tanto su blanco de acción son, como decía arriba, “los otros”, configurándolos como cuerpos matables. Se presenta como una excepción y no como una práctica cotidiana y rutinaria de la acción policial. Este debate me parece crucial, ya que considero una deuda que las organizaciones sociales se deben para con el campo de los derechos humanos. Si para determinados sectores de la sociedad no es lo mismo un gatillo fácil que un homicidio policial, cabe preguntarse si las disputas sobre esta categoría no colocan en cuestión el “merecimiento” social de morir en manos de la Policía.
Mi intención no es cuestionar la sensibilización ni movilización social que surgió a partir de esta muerte. Mi intención es invitar a la reflexión, a pensar qué discursos sociales reproducimos cuando colocamos la atención en una sola muerte y no en tantas otras. ¿Qué características requiere una muerte en manos de la policía para que reclamemos impunidad policial?
*Por Fernanda Caminos para La tinta
Fotos: La tinta
Publicada originalmente en La tinta