Por Diego Leonoff | “Un guardia joven y amistoso se acerca con una botella de ron y un vaso. Le pregunta al condenado si quiere beber y le sirve medio vaso. El condenado comienza a beber lentamente. Ahora entendía que su vida terminaría cuando terminara de beber. Vuelve a pedir otro cigarrillo, un Gauloise o un Gitane, pues no le gustan los (otros dos) que ya le han dado. Pero el verdugo, impaciente, interviene: `Ya hemos sido muy benévolos con él, muy humanos, ahora tenemos que acabar con eso´”, narra Monique Mabelly, la juez de guardia a la que le tocó ser testigo de la última ejecución con guillotina en Francia y el mundo.
El relato corresponde a las 4:40 de la madrugada del 10 de septiembre de 1977 cuando, en la prisión de Baumettes (Marsella), Marcel Chevalier fue el encargado de accionar la cuchilla que cercenó la cabeza de Hamida Djandoubi, un inmigrante de origen tunecino condenado por la tortura y el asesinato de su ex novia, Elisabeth Bousquet.
Como sacada de una novela de no ficción, la extensa descripción de Mabelly concluye: “Los guardias abren una puerta en el pasillo. Aparece la guillotina, de cara a la puerta. Casi sin dudarlo, sigo a los guardias que empujan al condenado y entro en la habitación (¿o, tal vez, en un patio interior?) Donde está ubicada la `máquina´. Junto a ella, abierta, una cesta de mimbre marrón. Todo va muy rápido. El cuerpo está casi tirado boca abajo, pero en ese momento me doy la vuelta, no por miedo a `estremecerme´, sino por una especie de modestia instintiva, visceral (no se me ocurre otra palabra). Escucho un ruido sordo. Me doy la vuelta – sangre, mucha sangre, sangre muy roja – y el cuerpo se ha volcado en la canasta. En un segundo, se cortó una vida”.
Cuatro años más tarde, en 1981, la pena capital era finalmente abolida en Francia bajo el gobierno de François Mitterrand y el impulso de su ministro de Justicia, Robert Badinter.
La de Djandoubi sería la segunda y última cabeza que haría rodar Chevalier, por entonces -y desde hacía tan sólo un año- “Señor de París” o Ejecutor Jefe de Francia. Oficializado en 1870, el cargo se transmitía por designación y privilegiando los lazos familiares. De igual manera que él lo había heredado del tío de su esposa, André Obrecht, el sobrio verdugo preparaba la sucesión para su hijo, Eric, otro de los testigos de aquella madrugada del verano de 1977.
En su célebre Vigilar y Castigar, el filósofo e historiador Michel Foucault analiza los modernos mecanismos y dispositivos de control estatales en contraposición a los suplicios que desde la Edad Media eran utilizados como riguroso modelo de demostración penal sobre los cuerpos de los reos. Las torturas, vejaciones y ejecuciones públicas no sólo debían reparar el daño cometido, suponían una suerte de venganza a la ofensa que se había cometido contra el rey o príncipe. Se trataba de un ritual político y ejercicio ejemplificador para el resto de la población.
La desigualdad característica de aquel régimen -en el que un individuo moría de acuerdo al estatus o estamento en que nacía- se condecía con las formas de castigo. Salvo en muy raras ocasiones, los aristócratas estaban exentos de maltrato físico y humillaciones públicas y, cuando eran condenados a muerte, eran decapitados, método rápido e indoloro a manos de un experto. En cambio, hombres y mujeres del pueblo sí sufrían brutales torturas previa horca, descuartizamiento u hoguera.
Liberté, égalité, fraternité
Ya con el avance de la Ilustración y su ideario humanista, juristas y pensadores comenzaron a poner en cuestión los privilegios de cuna y desigualdades, en particular los relacionados a la ejecución de la pena máxima.
Sin embargo, fue recién en la Revolución Francesa -en una de las primeras sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente, el 10 octubre de 1789, durante el debate sobre el nuevo Código Penal republicano- que el cirujano y diputado Joseph Ignace Guillotin planteó: “los delitos del mismo género se castigarán con el mismo género de pena, sea cual sea el rango o condición del culpable”.
La redacción final del código, aprobado el 25 de septiembre de 1791, dice en sus artículos: “La pena de muerte consistirá en la simple privación de la vida, sin que nunca se pueda ejercer ninguna tortura hacia los condenados. A todo condenado se le cortará el cuello”.
Luego de varias pruebas en cadáveres y una modificación clave que devino en una de las más grandes ironías del destino en la historia moderna, la máquina mortal se instaló en la plaza de Grève, frente al Ayuntamiento de París. El 25 de abril de 1792 Nicolas-Jacques Pelletier, condenado por robo a mano armada, se convirtió en el primer ejecutado mediante el nuevo procedimiento. En los años venideros, durante el periodo revolucionario conocido como “El Terror”, se convertiría en ícono de la radicalización revolucionaria: desde septiembre de 1793 hasta la primavera de 1794, fueron ajusticiadas mediante guillotina unas 16.594 personas en toda Francia.
Si bien regiones que hoy conocemos como Reino Unido, Bélgica, Suecia, Italia y Alemania ya contaban con dispositivos similares, fue la Francia revolucionaria y Guillotin quienes inmortalizaron esta máquina de muerte. Pero todavía faltaba un condimento para que aquel tiempo clave en la historia de occidente quedara sellado con la inmortalidad.
Es que tras las primeras pruebas con animales y personas muertas, ingenieros y cirujanos republicanos cayeron en la cuenta de la fiabilidad de las hojas horizontales utilizadas hasta entonces. Y fue en la solución -o mejor dicho, en su autor- donde radicó la prometida ironía: el propio Luis XVI, por entonces rey de Francia, habría encomendado inclinar el filo para separar de manera eficaz e indolora la cabeza del cuerpo ajusticiado.
Fue el antecesor de Marcel Chevalier, Charles-Henri Sanson quien relató en sus memorias apócrifas -redactadas y publicadas por su nieto en 1889- aquella recomendación monárquica. El mismo verdugo que había dado muerte a miles bajo sus órdenes, fue el encargado de accionar la guillotina que el 21 de enero de 1793 cayó sobre el cuello del ciudadano Luis Capeto (apellido de la familia real), otrora Luis XVI, soberano absoluto de Francia y Navarra.
Tras la decapitación, un joven miembro de la Guardia Nacional -milicia ciudadana de la revolución- recogió la ensangrentada cabeza y la mostró al pueblo. Las crónicas cuentan que mientras unos vivaban la república y entonaban La Marsellesa, otros se afanaban en recoger y hasta en probar la sangre que chorreaba del cadalso. La euforia no era exagerada: para los primeros, se trataba del fin de un régimen y un paso más hacia las tan soñadas “libertad, igualdad y fraternidad” entre ciudadanos; para los segundos, la única oportunidad de probar aquel flujo, acaso divino, que corría por venas reales.