Hoy ha sido un día de cielo impar y horas desmadejadas. El amanecer, atontado por la bruma, aplazaba su comienzo, no finalizaba de desplegarse por completo, de brotar hacia todas partes. Ahora, en el crepúsculo, la geografía que contemplo a través de la ventana de mi estudio es abrumadora. Vuelan sábanas, golondrinas, bolsas de plástico, papeles, hojas de los paraísos. Vuela todo lo que el viento enloquecido logra absorber y alzar.
Las palabras que acabo de escribir suponen el principio o umbral de un artículo, de un texto que deseo escribir y, confieso, ignoro por completo hacia dónde habrá de conducirme. Tengo, apenas, una certeza: he resuelto ponerme a teclear movido por una serie de abstracciones, tan erráticas como inexplicables, acerca de la vida de Claudio “Pocho” Lepratti. El responsable de este desbarajuste ha sido Saramago, un pasaje de La caverna que, sospecho, he vuelto a hojear en estos días: “Empezar por el principio, como si ese principio fuese la punta siempre visible de un hilo mal enrollado del que basta tirar y seguir tirando para llegar a la otra punta, la del final, y como si, entre la primera y la segunda, hubiésemos tenido en las manos un hilo liso y continuo del que no ha sido preciso deshacer nudos ni desenredar marañas, cosa imposible en la vida de los ovillos y, si otra frase de efecto es permitida, en los ovillos de la vida”.
Horas atrás comencé a tirar de la punta de un hilo desprovisto de principio, es decir, deshilachado, repleto de puntas. Escogí una. La persistente permanencia del Pocho, en el tiempo, en el espacio. Ese estado arcano de la presencia terca y firme. La memoria, laberinto sin puertas probables, sin referencias leales. Aparece y va. Conduce hacia lugares que uno, en ocasiones, querría obviar. Todo da la impresión de haber sucedido, y, sin embargo, basta aguzar la mirada para corroborar que todo continúa sucediendo: estrafalaria batalla entre la memoria y el presente que le brinda al futuro el carácter de ensueño. Tal es la magnitud del presente, continuamente apremiado por un pasado irresoluto y sombrío, que mueve a tener como estúpido, fuera de toda razón, el mañana. Todo ya fue, pero es, siempre será.
Leo, escucho las primeras palabras que el Pocho Lepratti pronunció ante una cámara, en el barrio Ludueña, Rosario, allá por 1999, es decir, dos años antes de que un Estado habituado a asesinar lo asesinara: “La Vagancia es un grupo de adolescentes que empezamos a reunirnos para hacer algún campamento, vernos los domingos, hacer tortas fritas, tomar unos mates, charlar, escuchar música, hacer cosas en el barrio. Aprovechamos el lugar que nos dieron en el salón comunitario de La Sagrada Familia, y surgieron algunas cosas de la situación de vida, apoyo escolar para los pibes de la primaria, estudiar guitarra…”
No es, desde luego, el principio de la existencia del Pocho. ¿Cuándo, en qué momento de su vida comenzó a garrapatear ese derrotero que en Rosario, y para miles de personas en buena parte del país, es imagen, voz y presencia constante? Presumo que muchos años antes, en tanto gastaba el tiempo viviendo, husmeando en su propio principio y fundamento como hombre, en aquello que suele denominarse condición humana. En los ovillos de la vida. Imposible determinar un principio; mucho menos, claro, un final.
“Vive”, dicen las flores rojas y blancas del cantero que Dalis, su madre, hizo a pala y mano una mañana en el jardín de su casa en Los Ceibos, en las afueras de Concepción del Uruguay.
Llevo horas principiando, y al principio me figuraba, con gran ingenuidad, que tenía entre manos, de modo claro y preciso, el comienzo, el arranque de este artículo. Sí. El principio es sólo el principio.