Decir intelectual orgánico es un triste oxímoron. El intelectual, palabra de insinuación burguesa y en cierto modo altiva, se supone que usa su intelecto, su capacidad única de discernimiento, para ir más allá de las cosas. Debe quebrar y eludir límites, bucear por las infinitas fronteras de las cosas y su significación. Debe sentirse libre de escribir, decir y callar lo que le dé en gana. Desde luego, tendrá que pagar un precio por eso. Unos le dirán que es un gran tipo y otros le dirán que es un gran hijo de puta. Es, no se crean, un precio alto. Perdón, mejor dicho, un precio feo. El intelectual orgánico, en cambio, no existe. A partir del momento en que se siente orgánico, con ciertas ataduras a un proyecto o ideario político, o, si se quiere, con cierta predisposición a la ceguera, no es más que otro orgánico. Un tipo que ha hecho una pausa en su facultad de pensar como se le canta.