Redacción Canal Abierto | En el Río de la Plata, el primero de una serie de brotes de fiebre amarilla tuvo lugar en Montevideo en febrero de 1857. De sus cerca de 15 mil habitantes, 888 perdieron la vida. Al año siguiente la enfermedad –a la que se solía llamar “vómito negro” debido a las hemorragias gastrointestinales que produce- llegó a Buenos Aires.
Por entonces, la prensa porteña manifestaba su preocupación por el arribo de buques brasileños. En particular de los provenientes de Río de Janeiro, por entonces capital del Imperio, donde la enfermedad ya era endémica. Sin embargo, la decisión de las autoridades fue relativizar el riesgo para proteger el comercio, actividad por excelencia de la metrópoli argentina.
Según la edición del 1 de febrero de 1857 del diario La Prensa, “los primeros casos se encontraron en la calle Bolívar 392. El doctor Argerich y el doctor Gallarini, si bien dudaban que fueran de fiebre tifoidea, como así los diagnosticaron en los certificados de defunción, pidieron a los habitantes del inmueble que tomaran medidas preventivas, porque casi seguro se estaba en presencia de fiebre amarilla”.
Entre las recomendaciones de las autoridades figuraban la realización de fogatas sin humos nocivos, limpieza de las letrinas y blanqueo del interior de las casas. A los casos sospechosos se les recomendaba que durante la espera de la atención médica bebieran infusión de manzanilla y aceite de oliva, pero no en “exagerada cantidad”. Recién en 1881, gracias a las investigaciones del doctor cubano Carlos Juan Finlay, se pudo comprobar que el agente de transmisión de la fiebre amarilla -y otras tantas enfermedades, como el dengue- era ni más ni menos que un mosquito, el Aedes aegypti.
En el medio, Buenos Aires sufriría una serie de brotes que culminaron en la epidemia 1871, una tragedia que se llevó a 14 mil vidas (un 8% de la población). En una urbe donde el número de fallecimientos promedio diarios no llegaba a 20, hubo jornadas en que la cifra sobrepasó las 500 muertes. “Por centenares sucumbían los enfermos, sin médico en su dolencia, sin sacerdote en su agonía, sin plegaria en su féretro”, relataba el escritor e historiador Paul Groussac.
La Guerra de la Triple Alianza había finalizado recientemente con la masacre del pueblo paraguayo. Por eso, en un principio, los diarios locales intentaron construir un culpable exterior: las decenas de soldados prisioneros que habían sido repatriados desde el Brasil a Corrientes.
De todos modos, la primera respuesta gubernamental fue relativizar el brote y desoír las advertencias de especialistas. De hecho, el por entonces presidente Domingo Sarmiento vetó el proyecto de extender la cuarentena a todos los buques cariocas y hasta ordenó la detención del médico del puerto que había desautorizado el desembarco de dos buques provenientes de Rio Janeiro en los que viajaban varios casos sospechosos.
Es más, pese a las advertencias, la municipalidad continuó con los preparativos relacionados con los festejos oficiales del carnaval de febrero. Recién el 2 de marzo, tras semanas con eventos multitudinarios y cuando la peste comenzó a azotar los barrios aristocráticos de la ciudad, las autoridades prohibieron su festejo.
El temor hizo que en los primeros meses del año se vaciaran numerosos barrios. Sumida en el caos, Buenos Aires era escenario de robos a propiedades abandonadas, falsos médicos vendiendo curas infalibles, huérfanos pidiendo limosnas y un tendal de sin techo producto de los desalojos forzosos de viviendas encuarentenadas. Eran habituales las manifestaciones religiosas, con misas y rezos colectivos contra la peste, y las fogatas que por las noches encendían quienes aún se resistían –o simplemente no podían- dejar la ciudad.
A la parálisis de la administración pública y el sistema bancario, sobrevino una ola de quiebras y la caída vertical de la actividad económica. Los diarios cerraban uno a uno, salvo La Nación –siguió saliendo en forma normal- y La Prensa -con una edición de emergencia.
Mientras tanto, a mediados de marzo, el presidente Domingo Sarmiento y su vicepresidente Adolfo Alsina abandonaron la ciudad en un tren especial junto a otros 70 prominentes ciudadanos. La huida también incluyó a la totalidad de los miembros de la Corte Suprema, los ministros del Poder Ejecutivo Nacional y la mayor parte de los diputados y senadores. “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”, comentaba La Prensa.
Sin sus máximas autoridades, el 13 de marzo de 1871 miles de vecinos se congregaron en Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) para conformar la Comisión Popular de Salud Pública. Entre sus funciones, asumió la tarea de expulsar a familias enteras de los conventillos donde se habían registrado casos.
“Los negocios cerrados. Calles desiertas. Faltan médicos. Muertos sin asistencia. Huye el que puede. Heroísmo de la Comisión Popular”, describe en su diario (9 de abril de 1871) el empresario y cronista Mardoqueo Navarro, testigo privilegiado de aquellos días sombríos. Del saldo final de muertes, figurarán sesenta sacerdotes, doce médicos, cinco farmacéuticos y otros cuatro miembros de la Comisión Popular.
Las crónicas de la época hablan incluso de enterramientos de gente viva. El diario La Prensa del 18 de abril relata el caso de un borracho levantado por un recolector de cadáveres y arrojado a una fosa. El supuesto muerto tuvo la suerte de despertarse a tiempo, justo cuando comenzaban a rociarlo con cal.
Aunque los brotes continuaron durante todo el invierno, la cifra de contagios y muertes comenzó a descender en la segunda mitad de abril. El final de la epidemia dio lugar a una catarata de sucesiones sospechosas de haber sido fraguadas para quedarse con propiedades de familias enteras víctimas de la fiebre.
Aquella tragedia humanitaria que vivió Buenos Aires no sólo dejó un tendal de muertes, sino un reordenamiento urbano, con la aparición de nuevos barrios y una profundización de las desigualdades sociales. También impulsó varios proyectos tendientes a la provisión de agua potable y cloacas. Sin embargo, el tiempo llevó a que las iniciativas terminen cajoneadas, excepto por las obras impulsadas en Barrio Norte y Recoleta.
Hay investigadores que aseguran que gran parte de la población negra de la ciudad disminuyó a partir de entonces, ya que la mayoría de ellos vivía en condiciones deplorables cerca de las zonas bajas de los arroyos y el Riachuelo.
A 150 años y en medio de una pandemia que continúa acechando, resulta clave entender aquella epidemia que azoló la ciudad, recordar sus escenas truculentas, la inacción y falta de respuesta gubernamental, la reacción popular organizada, sus consecuencias. El virus es otro, las circunstancias también. Solo resta confirmar si las autoridades esta vez sí están a la altura de las circunstancias.