Por Hernán López Echagüe | En algo el exilio favoreció mi vehemente deseo de aventura, mi relegado sueño de bicho cosmopolita: conozco al dedillo Puerto Stroessner (ahora Ciudad del Este). El humus del Paraguay, edén de mercaderes, narcotraficantes, políticos a cuerda y mercachifles. Hacia ese lupanar nos dirigíamos los argentinos indigentes y exiliados en Sao Paulo para renovar nuestra visa. Cada cuatro meses. Ómnibus semicama. Treinta horas de un viaje fantástico. Micros destartalados, repletos de gente sucia, gallinas, y uno que otro perro oculto en una canasta de mimbre; el corredor del ómnibus lleno de aserrín para absorber los vómitos que cada diez o veinte kilómetros lanzaban esos chiquilines escuálidos que viajaban apilados como fetas de salame; olores nauseabundos, paquetes descomunales, radios que sonaban a lo largo de todo el trayecto. En los primeros viajes, como un auténtico caballero, trataba de buscar serenidad en el paisaje. Dejaba la cara pegoteada a la ventanilla y con sumo esfuerzo me inventaba otra suerte. A cada hora me decía: estamos en un ómnibus turístico recorriendo las sensuales playas de Cancún; a la derecha, señores pasajeros, podemos apreciar un extenso y apacible bosque de palmeras; a la izquierda, el mar, un océano límpido y tibio en el cual podrán sumergir su cuerpo dentro de contados minutos. Pero era inútil. A derecha e izquierda sólo había tierra deshabitada, maleza, casuchas, montículos de basura y árboles mustios y petisos estirando sus manos con desesperación. Pronto me habitué a gastar las horas del viaje metiéndome en partidos de truco y siete y medio, entremezclado entre brasileños, paraguayos y argentinos; entregándome a sonoros torneos de eructos y tomando caña. Tenía veintitantos años.
Uno se desplazaba cientos de kilómetros para realizar un simple trámite. Eso era todo. Renovar la visa. Salir de Brasil y de inmediato regresar a São Paulo. Mis estadías en esa ciudad siempre enlodada no duraban más de cinco o seis horas, suficientes sin embargo para conocer detalladamente sus prostíbulos, el casino y la avenida repleta de escaparates y tiendas con productos importados. Recuerdo que llegábamos a las seis de la mañana, con los primeros resplandores del día, y a las dos de la tarde ya estábamos nuevamente con el trasero adherido a la melosa cuerina del asiento del ómnibus, el mismo que nos había llevado. Un paraíso. Ni el viajero más mundano puede decir que conoce América Latina si nunca ha puesto los pies en esa tierra. Lastre del mundo occidental y cristiano. Allí se vende la vida. En todo sentido. Y uno puede apropiarse de ella por un puñado de roñosos dólares. Eso sí: los billetes deben ser falsos, como falsos son los productos que allí se compran, las mujeres que abren sus piernas en abanico y la vida que se inventa. La patraña del confort. Esa movediza madeja de hombres miserables y turistas ávidos de bienestar a control remoto, me causaba una gran irritación. Esos tipos de cara redonda y lustrosa parecían pulpos; entraban a los negocios con sus bolsillos abultados de dólares y salían cargando decenas de bolsitas, transpirados y felices. Un espectáculo sin embargo edificante, porque luego de observarlo suele experimentarse una grata sensación de alivio: soy un buen tipo. Una gran simulación. Allí, con ese barro colorado hasta las pantorrillas, uno llega a comprender que no es más que un triste y pálido eslabón en esa cadena universal de simulaciones. Salía pobre y maltrecho de Sao Paulo y allí me sentía un duque. Tomaba Jhonnie Walker, etiqueta negra, desde luego; fumaba cigarrillos negros, españoles o franceses, lo que me daba igual porque en el fondo todos sabíamos, los que vendían, los que fumábamos, que eran productos paraguayos; sentado a la mesa de algún barsucho de Stroessner, ahogado de moscas y mientras contaba los minutos que faltaban para alcanzar las habitaciones de los fondos y entonces precipitarme sobre la primera hembra barata que me pusieran delante, salpicaba mi cuerpo cansado con lavanda inglesa. Falso, simplemente falso. Veinticuatro horas para llegar al paraíso, cuatro para pasear, una para renovar la visa, luego cuatro meses de melancólica tranquilidad en Sao Paulo y nuevamente a la terminal de ómnibus y disfrutar un día de traqueteo. Un eterno turista de cuarta clase.
Foto: Ciudad del Este (AFP/BBC)