Redacción Canal Abierto | No sorprende que el periodismo haga foco en nombres propios por encima de los modelos, sin darle demasiada importancia a las razones más profundas de un encuentro (o desencuentro) en la arena de la política y la economía. No caben dudas, la simplificación resulta -incluso para aquellos bienintencionados- atractiva o -a los fines más espurios- funcional a las operaciones mediáticas.
Un buen ejemplo de esta forma de comunicar son los titulares y editoriales de los últimos días en relación a una nueva interna en el Frente de Todos, esta vez con Martín Guzmán y Federico Basualdo como protagonistas.
Sin embargo, lo que en los medios se viene presentando como una lucha encarnizada y caprichosa de egos y cartelera no es más que un aspecto superficial de un debate profundo en torno a cuál debe ser la política energética y fiscal de la Argentina. En concreto, de dónde sale el dinero para cubrir los costos de generación y distribución de electricidad y cuál es su impacto sobre las arcas públicas y el bolsillo de las mayorías.
El Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE) acaba de definir un incremento para este año del 9% de la tarifa promedio para los usuarios de las empresas distribuidoras Edenor y Edesur en la zona metropolitana de Buenos Aires. La suba se da tras dos años de congelamiento y una inflación que no logra perforar el piso del 40% anual, y que para este 2021 suma una expectativa de mercado del 46%.
Un aspecto ineludible es que hasta febrero de 2019, cuando la política de tarifazos se vio interrumpida por las aspiraciones electorales de Cambiemos, el gobierno de Mauricio Macri no tuvo reparos en conceder incrementos espectaculares que en poco menos de tres años acumularon cerca de un 3000% en las boletas de luz. Lo cierto es que aquella fenomenal transferencia de recursos desde los hogares y el sector productivo (fábricas, por ejemplo) hacia concesionarias y distribuidoras de energía permitió la dilatación del asunto en lo que va del gobierno de Alberto Fernández.
En cualquier caso, al sector energético -monopólico, aunque fuertemente regulado- poco le importa de qué bolsillo obtiene sus recursos (sean estos para acumulación, o bien para inversión). Es decir, si las tarifas las abonan hogares y empresas, o si el dinero proviene de las arcas del Estado. En este punto en donde es necesario hacer hincapié, y es el nudo central de la interna oficialista de la semana.
La frazada corta…
Los subsidios en energía para mantener planchadas las tarifas aumentaron un 136% entre el primer trimestre de 2021 y el mismo período de 2020: pasaron de 66.415 millones a 115.333 millones de pesos. Para tener una noción de cuánto dinero representa, por estas horas se conoció que la recaudación por el Aporte Extraordinario a las Riquezas alcanzó al día de hoy poco más de 223.000 millones de pesos.
Tal como avizoraba en 2011 Cristina Fernández -basta recordar aquella consigna de “sintonía fina” en la distribución de los subsidios- y más tarde Axel Kicillof en su rol ministerial, Martín Guzmán hoy entiende que es tiempo de poner un freno a la bola de nieve fiscal que significa la subvención estatal de las tarifas. Y, a decir verdad, el complejo escenario social que atraviesa la Argentina le otorga un grado de razón: en 2020, tres pagos de 10 mil pesos del Ingreso Familiar de Emergencia (a un universo de 9 millones de personas) representó una inversión total del Estado de unos 265.000 millones de pesos (a este ritmo, sería el equivalente a poco más de medio año de subsidios a la electricidad). De todas formas, y debido a su rol como negociador con el FMI, parece poco probable que el discípulo de Joseph Stiglitz esté craneando utilizar unos potenciales recursos provenientes del recorte en las subvenciones a las tarifas para asignar un nuevo IFE.
Otra de las razones que esgrime Guzmán es que la desactualización de las tarifas termine por incentivar un consumo desmedido que favorezca más a quienes calefaccionan sus piletas en el country que a los sectores más vulnerables. Pero este punto engloba otro problema aún más grave: que la generación nacional de energía se quede corta para cubrir la demanda local. En ese caso, una potencial importación representaría otra vía de salida de dólares, un bien escaso y sensible por donde se lo mire.
En la vereda de enfrente, el secretario de Energía cercano a Cristina e hijo de Roberto Basualdo (economista fetiche del Instituto Patria) se aferra a otra cara de la moneda: por un lado, el dinero de los hogares que termina en los bolsillos de las eléctricas no se vuelca al consumo y la producción; y por otro, que el costo de los incrementos tarifarios termina repercutiendo en toda la cadena de precios, atizando aún más la escalada inflacionaria.
Esta visión cuenta con el respaldo de un Kicillof apremiado por la gestión de una provincia que en materia económica y social se encuentra “atada con alambres”.
A su vez, los economistas de esta parte de la biblioteca argumentan que los subsidios en pesos no resultan en un problema fiscal directo sino indirecto. A fin de cuentas, el Estado puede emitir pesos. Y, de hecho, lo hace. En la misma línea, agregan que este tipo de impulso al consumo y la actividad redunda en una mayor recaudación de impuestos, en lo que se presenta como una suerte de círculo virtuoso para la economía.
En definitiva, es innegable que la interna existe, pero el problema es más profundo y va más allá de los nombres. Tanto Guzmán como Basualdo no representan más que las caras visibles de dos posibles soluciones a un problema real y concreto. Sin ir más lejos, la combatida posición al ministro de Economía por parte de un sector del kirchnerismo es similar a la alternativa ensayada por Kicillof en 2015. En el medio, Alberto Fernández juega a mediar y mantener un equilibrio que a veces se parece a la tibieza.
Nadie reclama que los hermanos sean unidos ni impugna que cada quien mueva sus fichas, es la dinámica natural de un gobierno de coalición. Pero en un año electoral y en medio de una crisis sin precedentes, siempre se corre el riesgo de que los devoren los de afuera…