La peste obró un milagro en buena parte de la sociedad y en algunos de esos medios de comunicación que siempre han tenido la costumbre de fundar su palabrerío en la omisión y la tergiversación de hechos, de segmentos de la historia, de pensamientos, y en la total ausencia de sentido común. Animados por una u otra razón, ahora son incontables los que han descubierto que viven en un país habituado a la discriminación, muy empobrecido y asfixiado; un país repleto de injusticias, de docentes y médicos y enfermeras y enfermeros que llevan una vida de cuarta. De provincias hundidas en la miseria a pesar de la riqueza que tienen sobre su tierra y también a cientos de metros bajo esa tierra. De millones de familias que, lenta y gradualmente, van descuadernándose.
Un país que al parecer les resultaba remoto y desconocido, poco familiar. Como un país que andaba oculto en catacumbas, en cuevas, en cavernas que no se les había ocurrido buscar, visitar, investigar, o, al menos, mirar.
Y ahora intentan brindarle un aire de suma importancia noticiosa, social y política, a la miseria, al hacinamiento, a la ausencia de recursos, al desbarajuste y la lentitud de un gobierno, al trabajo informal. A la desesperación.
Al parecer, en los distraídos de siempre un virus puede lograr lo que no han logrado por décadas las denuncias, las manifestaciones, las marchas, las noches de vigilia, las ollas populares, los piquetes, los asesinatos cometidos por el Estado; las quejas, el descontento, los despidos a mansalva. Y etcétera y etcétera.
Ojalá lleguen a experimentar en carne propia el triste significado de la palabra desdén.