Por Diego Leonoff | Pesticidas, biocidas, agrotóxicos. Distintos nombres para una misma problemática que cada año intoxica a cerca de 3 millones de personas en el mundo, y por el cual –según estimaciones- mueren más de 220 mil. Es decir, 660 muertes por día, 25 por hora.
De todos modos, la cifra incluso podría quedarse corta. Al menos si tenemos en cuenta los datos de un estudio elaborado por científicos argentinos y publicado en 2018 en la prestigiosa revista Food Control.
A partir del análisis químico de 135 frutas y verduras de las más consumidas en nuestro país, surgieron datos alarmantes: el 65% de lo evaluado dio positivo en contaminación con al menos un plaguicida. De esa porción cargada con agrotóxicos, un 39% presentó un nivel de residuos tan elevado que los vuelve inadecuado para el consumo.
¿Aquella investigación encendió las alarmas y fue un punto de quiebre con el modelo que hoy domina el agro argentino? Claro que no, mas bien todo lo contrario.
Todos los meses surgen nuevos estudios que revelan la contaminación con plaguicidas de alimentos, el medioambiente y hasta las personas. Sin ir más lejos, días atrás Canal Abierto se hizo eco de una investigación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en la que se identificó al menos once plaguicidas, insecticidas y sustancias agroquímicas en la localidad bonaerense de Lobos (una muestra de la red de agua corriente incluso reveló la presencia del herbicida 2-4D en niveles 45 veces por encima de lo aceptado por la Unión Europea).
En esta entrevista con Canal Abierto, el ingeniero agrónomo, docente universitario y presidente de la Sociedad Latinoamericana de Agroecología, Santiago Sarandón apunta contra un modelo que caracteriza como “excesivamente simplista, productivista y cortoplacista”, y al que setencia como “colapsado”. “La solución son otras ideas, otra visión, otro paradigma”, asegura.
¿Qué es la agroecología y por qué surge como alternativa al modelo actual?
-La agroecología es una nueva mirada de la agronomía que se propone disminuir los problemas que generó una mirada excesivamente simplista, productivista y cortoplacista en el agro.
Hoy tenemos un modelo predominante de dominio de la naturaleza en pos de altos rendimientos. Esto supone la erradicación de todo aquello que no sea cultivo, con plaguicidas y herbicidas que van generando cada vez más resistencia en malezas e insectos, la degradación de los suelos, etc. Este modelo está colapsado: no se sostiene ni soporta más, desde lo ambiental, lo económico ni lo social.
Por ejemplo, el cultivo de soja y el uso de agrotóxicos…
– El problema no es la soja, es decir, la especie. El problema es cómo se hace, con qué modelo se la cultiva.
El modelo actual considera lógico tener 20 millones de hectáreas de un solo cultivo transgénico, como sucedió en nuestro país en los últimos años. A la luz de los hechos, esto fue y es un disparate. No sólo no se advirtió el enorme riesgo ecológico, sino que se fomentó desde los Estados nacionales y provinciales, con universidades e instituciones públicas de investigación. Es decir que es un modelo que no fue a pesar de las advertencias de las instituciones públicas, pudo ser porque siguió los consejos de estas.
Cada año se aplican más de 400 millones de litros de glifosato en la Argentina. Se calcula que a principios de los 90 eran 75 millones de litros. Y todas las curvas van en ascenso, porque se trata de un modelo que necesita cada vez más agrotóxicos. Es cierto que es un producto ligado a la soja y que la distribución de este cultivo no es parejo en el territorio, pero en promedio serían unos 10 litros por habitante.
El rechazo creciente de la sociedad coincide con estos datos, no es que de golpe que la gente se volvió menos tolerante a los agrotóxicos.
Si cada vez se utilizan más, ¿sería correcto decir que la tierra se vuelve adicta a los agrotóxicos?
-No es la tierra la que pide, son las personas. Es un problema humano.
El aumento del precio de las commodities y la necesidad divisas son los principales argumentos de los distintos gobiernos para defender este modelo. Ahora bien, ¿genera inversiones, empleos?
-El modelo sojero es de cultivos en grandes extensiones –100, 200 o 500 hectáreas– y maquinaría pesada que no suele demandar mucha mano de obra. Hay sistemas que generan más empleos, como los frutales o en su momento la caña de azúcar. La ganadería, por ejemplo, también requiere el cuidado de permanente de los animales.
Sin embargo, hay otro aspecto paralelo a esa simplificación económica: los costos ocultos. Cuando realizan el cálculo de rentabilidad clásico se establece un costo-beneficio donde los valores son siempre en dinero. Pero el dinero no es sinónimo de valor: hay cosas valiosas que no entran en esta cuenta y difícilmente tengan precio: el deterioro del suelo, la belleza de un paisaje y su capacidad detoxificadora, la captura de carbono, la biodiversidad, el ciclo del agua y los nutrientes. Son todos servicios que la humanidad necesita y no tienen un precio claro, fácilmente estimable.
Por otro lado, modelos como el sojero requieren insumos que no producimos como país, como las patentes de semillas y herbicidas. Es un grave error que en tiempos como el que nos toca vivir, de pandemia y fronteras cerradas, nuestra producción dependa de elementos extranjeros. Por todas estas cosas decimos que este modelo, aunque parezca rentable, no lo es.
Después de tantos años bajo este modelo, ¿hay tierras en Argentina donde el impacto ambiental sea irreversible y ya no se pueda cultivar?
-En este tema no existe el todo o nada, blanco o negro. Hay degradaciones, y ese es el problema. Hay tierras que siguen siendo productivas, aunque menos que antes. En el agro las degradaciones no siempre son perceptibles: si un suelo pierde vida, esto no redunda inmediatamente en la imposibilidad de cultivo.
Por un lado, hay una cuestión ética que tiene que ver con proteger un legado para las próximas generaciones: si alguien recibe una hectárea de campo con determinado potencial, lo lógico sería que lo entregue con el mismo potencial y no al 50%. Son las provincias las que tienen que velar por la calidad de los recursos y bienes comunes.
¿Existe una alternativa?
-Es necesario un reeplanteo general de la forma en que se encaran los sistemas de producción. Siempre se plantean pequeños parches, como usar menos agrotóxicos o aplicar cuando no hay viento, pero lo cierto es que dentro del actual esquema o paradigma productivista simplificador no hay solución.
La solución son otras ideas, otra visión, otro paradigma. Eso propone la agroecología, un enfoque que tiende a entender cómo funcionan los ecosistemas, los impactos que se generan y los costos ocultos. A groso modo, es un modelo que busca basarse en proceso naturales, manejando la biodiversidad presente. No es fácil, pero hay muchas experiencias exitosas, un campo académico como el nuestro, asociaciones y espacios de debate.
La agroecología es posible, viable y necesaria.
¿Ves alentador que en 2020 se haya creado la Dirección Nacional de Agroecología?
-La agroecología surgió sin el apoyo de los Estados, y creo que esa es una de sus fortalezas: no nació de arriba para abajo sino de abajo para arriba, desde las necesidades de agricultores y agricultoras, y con el apoyo de la academia. Eso hizo que el movimiento sea mucho mas robusto y estable, y menos dependiente.
De todos modos, creo que es positivo que un Gobierno manifieste públicamente su interés. Si Nación, provincias o municipios apoyan, es viento a favor; pero si no lo hacen, el movimiento no se detiene.
Hay quienes dudan de la viabilidad de la agroecología o lo reducen a tan sólo una utopía, ¿qué les dirías?
-No es utópico si tenemos en cuenta que ya existen sistemas diseñados y manejados desde la agroecología, y que funcionan perfectamente. Otra cosa es si entendemos la utopía como Eduardo Galeano, en tanto horizonte romántico que sirve de guía para caminar. Eso no lo discuto.
Foto: Lina Etchesuri (Revista Lavaca – MU)
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