Hace tiempo que ponerse a escuchar con sinceridad al otro se ha vuelto un ejercicio vano, vacío de contenido. Algo así como una pérdida de tiempo extravagante. Hace tiempo que nadie le presta atención al contenido de lo que oye. Bueno, nadie no. Muchos sí lo hacen, pero me refiero por sobre todas las cosas a los que, se presume, deberían escuchar, porque están ahí y allí y aquí para hacerlo. No. Simplemente oyen, es decir, perciben algún sonido a través del oído. Pero no escuchan, es decir, no prestan atención al contenido, a la idea o concepto que representan o evocan los sonidos que acaban de oír. Sonidos que suelen llamarse palabras. Es decir, un conjunto de letras que correctamente reunidas tiene un significado y un motivo. Designar, nombrar cosas, estados de ánimo, como, por decir, la tristeza, la desesperación; también la alegría y también la sensación de que todo es imposible. Todo paso, toda palabra. A veces da para creer que ni siquiera echarse desnudo en la 9 de Julio, y ponerse a gritar, pedir, putear, y por ahí llegar al atrevimiento de exigir una pizca de amabilidad, tiene sentido.
Ilustración: Marcelo Spotti