Que esa artimaña a la que llaman destino existe y tiene la forma de un dardo y, porque sí, ha resuelto que naciera y viviera sin voz, siempre acurrucado, como que pidiendo disculpas a cada hora, a la espera de una mirada a la que le importe mirarme, a la espera de algún gesto amable. Una persona a la que pocas veces miraron y jamás habrán de mirar como si en realidad fuera una persona, es decir, una persona hecha y derecha. No. Una persona a la que miran como si fuera un estorbo, alguien que afea el paisaje. Alguien, un tipo, una tipa, de cuya existencia se puede prescindir. Supongamos que un buen día exploto a la manera de un globo relleno de esas sobras y excrementos que el tal destino me hizo vivir y tragar, y salpico y salpico y salpico a todos los que, al final de cuentas, han sido, y son, hacedores de mi destino, porque quizá el destino existe, pero por ahora tiene dueño y no deja de adueñarse del destino de millones. ¿Y qué si exploto? ¿Acaso es un delito caer en la cuenta de que uno no es más que un despropósito, una miga, un trozo de algo inservible, y entonces salir a las corridas por todas las calles pidiendo respuestas, meta salpicar y salpicar?