Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
El Viejo Pancho decía siempre: “Dios inventó a los argentinos y después creo al mundo”. Jugaba al truco muy bien porque era pícaro para mentir y para jamás mostrarle sus intenciones a los rivales. Igual, frecuentemente encontraba a uno más vivillo que él y la frase salía como simpático reconocimiento.
Si la semana pasada caminamos el camino de los ‘allegados’, en esta no podemos eludir la cuestión de la sonada vuelta al público en los estadios. Es como el capítulo 2 de la misma novela. Y es también la continuidad del mundo de los piolas que habitan en este bendito país de los cuatro climas. Y los 44 palos de ventajeros.
¿Alguien podía dudar seriamente que eso del aforo a las canchas iba a ser violado con naturalidad en cada cotejo?
Seamos sinceros, todos lo dábamos por descontado. Y no se nos movía ni un pelo por ello.
Por eso en La Plata, que es donde uno vive, sonó como una bofetada para muchos que el Lobo decidiera después de muchos años salir de su estadio del Bosque para ir al más grande Ciudad de La Plata. (Esta cuestión de la casa propia en la ciudad de las diagonales merecerá algún día algunas líneas en esta columna).
El argumento del muy cuestionado presidente tripero, Gabriel Pellegrino, fue justamente que en el reducto provincial casi se podía duplicar el aforo y así los socios garantizarían su presencia. “Sarasa”, se pensó de inmediato, si además nadie va a respetar los límites impuestos por el trío que el gobierno mando a negociar con los dirigentes (Matías Lammens, Carla Vizzotti y Aníbal Fernández).
El número del 50 por ciento acordado a los tirones durante las reuniones previas con la dirigencia del fútbol ya había sido cuestionado por algunos clubes, pero el conflicto mayor se produjo luego, cuando hubo que decidir quien se haría cargo de los controles. “El gobierno a través de la policía”, plantearon algunos dirigentes. “¡Qué nosotros ni nosotros!”, se dice que se plantó Aníbal. “Esa es cuestión de cada club”, dictaminó dominante.
Así dispuesto, todos supimos lo que iba a ocurrir: -lo mismo que ya dijimos la semana anterior con la cuestión de los allegados-, que ‘la cosa se iba a ampliar a amigos del dirigente, primos de comisario de la zona, yernos de portero de la puerta de ingreso. Buscas de todo tipo y pelambre’.
Tanto que cada canal deportivo metió móviles al por mayor en los alrededores de los estadios para medir el termómetro emocional de quienes volvían a las canchas con lágrimas en los ojos para revivir el folklore del fútbol, que tanta tela dio para cortar a cuanto parlanchín irrumpiera en la caja boba. Pero había otro tema más que se abordó desde las largas transmisiones del Superclásico: cuánta gente terminaba entrando al estadio. Incluso, momentos antes del inicio y cuando las tribunas ya mostraban lleno casi total, se fue mostrando en directo que las colas de publico que iban ingresando eran interminables. Y que el número final sería largamente vulnerado.
Minutos después del triunfazo de River, ya se dijo que ‘fuentes policiales hablaban de 54 mil espectadores (la Fiscalía dice 50 mil), en lugar de los 36 mil permitidos’.
Ayer, el reporte de accesos por sector en los molinetes que firmó River y la Policía de la Ciudad determinó que ingresaron 36.787 espectadores. ¿Solo 787 agregados? Andáaaa.
Para sumarle ironía a la cuestión, el caballero encargado de la Dirección Ejecutiva del Comité de Seguridad del Fútbol del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Guillermo Madero, publicó en su cuenta de twitter una foto de las tribunas y un texto: “El estadio de River, según sistema, marca 50% de aforo y es correcto. Los hinchas tienden a juntarse por eso puede engañar alguna imagen. Cuando el estadio está al 100% solo se ven cabezas. En este caso se ven muchos espacios. No está al 70% u 80%. El Aforo se cumplió”. Al ratito, alguien le habrá dicho al oído: “Estás quedando como una nabo”. Y lo borró.
Un par de horas después la Fiscalía Especializada en Eventos Masivos de CABA, a cargo de la fiscal Celsa Ramírez, labró un acta contravencional y por la noche, tras sendos allanamientos a los estadios involucrados, se imputó los presidentes de River, Rodolfo D’Onofrio, y de Vélez, Sergio Rapisarda, como titulares responsables en el marco de una investigación por la violación del artículo 205 del Código Penal, que dispone que “será reprimido con prisión de seis meses a dos años, el que violare las medidas adoptadas por las autoridades competentes, para impedir la introducción o propagación de una epidemia”.
Según se reconoció, mediante el registro de las cámaras de seguridad y el conteo de molinetes y carnets habilitados, la sospecha es que los molinetes podrían haber sido alterados por los propios responsables del club para permitir un ingreso mayor al que la normativa había fijado.
En la Casa Rosada se habla también de poner el ojo en los estadios de Santa Fé (Rosario Central y Colón), y ni que hablar del reducto de Belgrano de Córdoba, en el ascenso, que el último viernes le mostró al país un lugar explotado de gente abarrotada.
“Lo que pasó lo vimos todos, y vamos a tomar medidas correctivas”, se dijo ayer horas antes de que el propio Aníbal Fernández doblara su apuesta de duro de la película y amenazara con que “si no pueden controlar el aforo, volverán a jugar sin público”.
¿Pasará eso? No será para tanto.
Ya anoche, en círculos gubernamentales, se bajaba el nivel de dureza posible por cuanto esto de la vuelta del público a las canchas es parte del clima de campaña, cargado de noticias alegres y aperturas de todo tipo para que la dicha reine en el país en que tiras una semilla y nace felicidad para todos aquellos que quieran habitar el suelo patrio.
A lo sumo, algún club pagará una multa en estas primeras fechas de partidos con público.
Y más adelante, ni siquiera eso.
¡Estamos en Argentina, no se hagan los ingenuos!