Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
Por ahí es una sensación equívoca de alguien distraído, pero siento 0que en este cumple 91 se recordó con mayor intensidad y profundidad a este símbolo popular que cuando se hubiera cumplido el redondo número de 90.
Por ahí haya sido porque el año anterior ocurrió en medio de la obnubilación que en todos generó la pandemia, o quizá porque en este año tal vez esté mejor instalada la necesidad de luchar contra la indignante desigualdad social que es el oprobio mayor en la Argentina de los cuatro climas. Uno prefiere quedarse con esta última ilusión, pero lo cierto es que el recuerdo de Carlos Mugica esta vez no nos pasó desapercibido.
La historia de Mugica es un emblema de época. De un tiempo que en el mundo entero ofrecía la sensación de que lo imposible era posible, de que lo que había que transformar era transformable, y que había llegado la hora de hacerlo.
Mugica fue tan emblema que, como en tantas otras historias, hasta le importó tres belines (en el lunfardo argentino significa ‘nada de nada’) el mandato ricachón de su familia. Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe nació en Buenos Aires el 7 de octubre de 1930, hijo de Adolfo Mugica que fue fundador del conservador Partido Demócrata Nacional y canciller de Arturo Frondizi, y de Carmen Echagüe, hija de terratenientes adinerados de Buenos Aires.
Su destino era ser abogado como su padre y rico como su madre, pero tras pasar unos años por abogacía, eligió ser cura y una vez allí volvió con aquello de los belines y en lugar de ser un hombre de la iglesia retrógrada, como lo fue y sigue siendo en la Argentina, se metió en cuerpo y alma en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo y una vez en ese espacio se volcó decididamente por la ‘opción preferencial por los pobres’ como principio fundamental de la Teología de la Liberación. La mayor parte de su tarea militante y comunitaria se desarrolló en la aún hoy tan conocida Villa 31 de Retiro. Allí fundó la parroquia Cristo Obrero, y fue fundador del movimiento conocido como de Curas villeros.
Como pasó con otras tantas historias de militantes sociales, el 11 de mayo de 1974 fue asesinado por las balas del grupo parapolicial Triple A, de la extrema derecha peronista, para empezar a acallar esa sensación transformadora que flotaba en el país y que iba a terminar de aniquilar la última dictadura genocida.
El cura futbolero. Nos fuimos largo en esta introducción, pero no olvidamos que esta es una columna de deportes y que el costado de Mugica que nos debe interesar es este otro que también lo pinta en cuerpo y alma.
Hay dos historias que queremos recordar en este homenaje a un tipo que dejó tantos otros curas seguidores de aquella rebeldía. Nuestro querido Carlos Cajade es un ejemplo notorio de ello.
Mugica era literalmente un ‘enfermo’ del fútbol. Sus tareas, social en la villa, política partidaria en tanto plenario militante de la izquierda peronista y clerical en bautismos y casamientos varios, siempre estaban delimitadas por su pasión futbolera. Según quienes lo conocieron bien, nada podía alterar el horario del ‘picado’ con sus amigos de la villa, o el momento de prestar única atención a la suerte de su amado Racing.
Muchas anécdotas lo recuerdan mezclado en apasionadas discusiones políticas y otras tantas futboleras. ‘Se cegaba por la Academia’, contaron algunas voces risueñamente.
Ya instalado en su rol de referente social y político, la inolvidable campaña racinguista de aquel equipo campeón de 1966, el de Perfumo, Basile, Maschio o el Chango Cárdenas y la dirección técnica de Juan José Pizzutti, lo tuvo al cura en cada uno de sus 39 partidos invictos. Sus compañeros de cancha recuerdan sus desaforados festejos ante las frecuentas goleadas de una escuadra súperofensiva, como era el famoso ‘Equipo de José’.
“Yo soy hincha fanático de Racing, me gusta mucho ir a la cancha”, escribió Mugica en la revista Cuestionario de mayo de 1973. Iba con Nicolás, el hijo de la cocinera, y con quien compartían las mismas cosas. Sentía que en la tribuna eran todos iguales. Ese mundo era su alegría. “El mundo de la burguesía, en cambio, es el mundo de las diferencias –dijo–; está la puerta de servicio y la entrada de la gente; una comida para el personal de servicio y una comida para los patrones. Con el fútbol me agarraba unas ronqueras bárbaras, pero además tenía problemas de conciencia. Yo era muy piadoso y en mis oraciones le pedía siempre a Dios que ganara Racing. Mi hermano Alejandro era de River y él le pedía a Dios que ganara River… yo pensaba ‘ahora no sé cómo se va arreglar Dios… Y bueno, entonces habrá empate”.
Te sigo a todas partes. En una bella biografía escrita por la periodista Maria Marta Sucarrat, titulada El Inocente, se reconstruyeron varios momentos futboleros de Mugica. Y uno muy particular como su presencia en el estadio Hampden Park de Escocia el 18 de octubre de 1967, cuando la Academia jugó su partido de ida por la final del mundo frente al Céltic de Glasgow.
La anécdota contada por Sucarrat es más loca todavía: En la página 142, detalla el encuentro de Mugica con el mítico periodista Diego Lucero, sobre cuya apasionante vida ya escribiéramos en Canal Abierto.
“Mugica solía entrar al vestuario de Racing para darles la bendición a los jugadores antes de los partidos. Ese día -cuenta Sucarrat en su libro-, Mugica llegó al Hampden Park de Glasgow para el primer partido entre Racing y Celtic por la final de la Intercontinental. El periodista Diego Lucero le pidió que tradujera el lema del escudo, en latín: “Ludere causa ludendi” (“El deporte por el deporte mismo”). Y lo llevó a la sala de prensa para ver el encuentro.
Allí se encontró sorpresivamente con John William Cooke, otro referente del peronismo de izquierda de la época.
-¿Hay cien mil personas y nos venimos a encontrar acá?- dijo Cooke, y se saludaron con un abrazo».
Cooke, delegado personal de Perón, admirador de la Revolución cubana, le insistió, mientras veían a Racing, que tenía que visitar La Habana. El cura lo hizo más adelante, en secreto, pero después del partido sólo podía pensar en su equipo: visitó en el vestuario a los jugadores que habían perdido con los escoceses. El equipo de José lo recibió con un aplauso”.
El picado final. Según se asegura en aquella biografía “el padre Carlos jugó a la pelota al mismo tiempo que aprendió a caminar. Tanto que quiso ser jugador de fútbol antes que sacerdote. Pero no lo logró. Se probó, quedó y luego se dieron cuenta que pasaba el límite de la edad. El fútbol llenaba todo el tiempo que no ocupaban sus tareas”, agrega.
“Todos los jueves, Mugica jugaba al fútbol en el seminario de Villa Devoto –relata Sucarrat-. Había armado una especie de Selección. Ricardo Capelli, uno de sus amigos más cercanos, dice que era un verdadero animal y un salvaje puteador. Un día llevó a la Primera de Racing a jugar un partido. Era, se diría hoy, el asesor espiritual del equipo. Esa relación con los jugadores lo llevó a entablar una gran amistad con Oreste Omar Corbatta. El Garrincha argentino era analfabeto, y Mugica se propuso que aprendiera a leer y escribir. Su amiga íntima, acaso su amor, Lucía Cullen, militante y colaboradora en las tareas sociales, era quien le enseñaba a Corbatta. Lucía desapareció el 22 de junio de 1976”.
En una nota publicada en la edición número 48 de la Revista Un Caño, de junio de 2012, el periodista y militante gremial Alejandro Wall, recuerda que “el día en el que lo asesinaron, Carlos Mugica también jugó al fútbol. Era integrante de un equipo llamado La Bomba. El 11 de mayo de 1974, después del partido, Fernando Galmarini lo despidió en el club Atalaya de San Isidro. Eran cerca de las dos de la tarde. El cura se subió su 4L y partió hacia la Iglesia San Francisco Solano, donde dio una misa. A las 20.15, cuando salía de la parroquia de Zelada 4771, en Villa Luro, lo acribillaron. Cinco tiros de frente y un sexto por la espalda. Galmarini escuchó la noticia en la radio luego de ser parte del picado”.