Por Carlos Fanjul | EL PELO DEL HUEVO
Recordaban hace un tiempo los colegas Eduardo Anguita y Daniel Cecchini una anécdota curiosa que entremezclaba los exilios del enorme titiritero Javier Villafañe y del filósofo León Rozitchner. En Méjico, donde ambos residían durante la dictadura genocida argentina, el pensador le exponía al artista sobre la teoría freudiana en relación a las ideas del marxismo hasta que Villafañe en un momento lo interrumpió secamente: “Mirá, vos habrás unido al marxismo con el psicoanálisis, pero yo tengo un amigo en La Plata que unió el marxismo con el fútbol. Se llama Roberto Marelli y es el médico de Estudiantes”.
El tordo del pincha campeón de todo durante la década del 60 -y también médico más adelante de los campeones del 82 y 83-, fue un tipo excepcional de verdad. Por donde se lo mire uno llegará a ese plano de admiración.
Era médico clínico y no traumatólogo como hoy es habitual para atender a un plantel profesional de fútbol. En larguísimas charlas, que manteníamos en el mágico quincho del fondo de su casa, alguna vez le marqué esa rareza: “Yo no veo nada raro en eso –contestó sonriente- en ese tiempo era lo más común. Además, siempre pensé que a un jugador de fútbol hay que mirarlo de una manera integral, como la persona que es, y no solo como una máquina de generarle dinero a otros muchos que hoy circundan su vida, y a los que únicamente les importan que los huesos y las articulaciones de ese muchacho sigan siendo la usina de dinero propio para sus bolsillos”.
A aquel grupo de jóvenes que llegaron a lo máximo en el fútbol, Roberto los acompañó desde que venían asomando en una recordada Tercera campeona y los fue guiando como seres humanos pensantes mientras iban obteniendo el campeonato local en el 67, las copas Libertadores del 68, 69 y 70 –en el ’71 también disputaron la final pero la perdieron en cotejo desempate- y el título del Mundo en octubre de aquel 1968.
En un pizarrón del vestuario de Old Trafford donde bien podría razonarse que nunca hubo un David, tan David, que venciera a un Goliat tan distante como el Manchester, pudo leerse algo, que lo definió a Marelli desde su postura ideológica pero también a esas diferencias que iban a estar frente a frente en aquel recordado choque: “Somos once jugadores de carne y hueso contra una sociedad anónima”.
Un rato antes les había dicho a los muchachos, dirigidos por Osvaldo Zubeldía, que “nosotros somos como Los Beatles, estamos solos contra el mundo y queremos ganar solo apoyados en la fuerza de nuestros ideales”.
Frase que solo podía salir de la boca de un tipo que, además de la pelotita, tenía dentro de sí una mirada desafiante pero también contextualizada por los aspectos socio-políticos de un mundo siempre desigual, que en aquellos tiempos atravesaba el clima de época en la que los jóvenes sentían que lo imposible no lo era tanto.
“Humanizar al grupo, esa fue la consigna que me impuse, y por eso hablábamos de todo”, relató alguna vez, mientras también recordaba que en cada país que visitaban él los llevaba a conocer sitios en los que las luchas populares habían cambiado algunos destinos al tiempo que desarrollaba relatos de aquellos sucesos.
Roberto estaba convencido de dos cosas esenciales para ser mejores.
Una, que había que formarse a fondo como persona para encarar cualquier desafío. Contaba que a los jóvenes futbolistas él les hablaba de música, de literatura, o de cuestiones sociales y políticas. “Una vez que uno ve la luz –afirmaba-, no vuelven más las sombras. Al mundo lo manejan los poderosos y para ganarle a eso, los grupos deben saber llegar a una profunda autocrítica, no la individual, sino la colectiva. Enriquecerse con el otro. Así el grupo adquiere valores propios y los va a defender a ultranza por el resto de sus vidas. Y esa firmeza personal, también lo pondrá más cerca, por ejemplo, de la victoria deportiva. O de cualquier otra victoria”.
De ideas profundamente marxistas, ya de veterano, ninguna marcha por los pibes pobres que lideraba el inolvidable Carlitos Cajade lo tenía entre los ausentes, Y tampoco faltaba a movilización alguna que luchara por los derechos humanos o laborales. Del brazo con su compañera de vida, Roberto siempre decía presente por las calles platenses y en las grandes movidas de Plaza de Mayo.
“Era un hombre formado desde el marxismo, y su trabajo en el Astillero y después como médico de chicos en institutos de Menores no hicieron más que fortalecer su compromiso ideológico”, relató tiempo atrás su hijo Sergio.
Es que, en paralelo a sus tareas médicas en el fútbol, Roberto fue un militante incansable, poseedor de una cultura superior y amigo franco que, además, no dejaba de compartir largas veladas en ese refugio ideal para la reunión ubicado en fondo de su casa, con cuanto personaje con aristas humanas descubriese
A manera de trinchera contra las miserias de la raza, a ese lugar, casi sagrado, lo hicieron propio para la charla profunda y el vino abundante, además del citado Villafañe, figuras como Eduardo Galeano, Rene Favaloro, Alberto Cortés, Joan Manuel Serrat, Hamlet Lima Quintana, Armando Tejada Gómez, o Rafael Amor. Pero también tipos de a pie, como uno, que Roberto detectaba por la vida para recibirlos con entrañable cariño y contarles la historia de cada una de las decenas de fotos con celebridades que prácticamente empapelaban las paredes de ese sitio fantástico.
Un año antes de su partida, ocurrida en junio de 2009, propuso hacer un libro para que le aportara “alguna ayuda en el tiempo al amigo Cajade y a la obra que dejó a su muerte”. Le dije que sobraría con que él se parara de frente a algunas de esas fotos que engalanaban el quincho, desde Pelé a Maradona, a quienes bien había conocido, o cualquiera de esas personalidades del arte y la cultura que lo habían visitado y que de cada una rescatara alguna historia humana que hubieran compartido.
‘Paredes que hablan’ propuso como título de un libro que jamás se terminó de hacer.
“La belleza y el sentido estético, se dan la mano con el sentido de lo ético, de lo humano, de las acciones dedicadas a servir a los demás, a quienes más lo necesiten. Ese y no otro fue el sentido de la vida del querido Carlos Cajade, Carlitos, ese cura bueno que vivió, y aún vive, en el alma de los que menos tienen y especialmente de los chiquilines que nada tienen. En él nos apoyamos y hacia él miramos en cada una de las líneas de este libro”, alcanzó a escribir a manera introductoria, con la misma alegre pasión que hizo cualquiera de las cosas que encaró este personaje tan querible.
Fiel seguidor de Saint Simon, Roberto siempre repetía a manera de enseñanza profunda que para “hacer grandes cosas es menester estar apasionado con ellas. Y hay que llevarlas adelante con la alegría de los saben que van a encarar algo grande. Por eso, cuando los reaccionarios toman con ánimo peyorativo la alegría de nosotros, los militantes, hay que contestarles que sí, que los vamos a derrotar porque somos alegres, precisamente porque sabemos que la alegría siempre es un arma revolucionaria de los pueblos”.