La confusión, la perplejidad, la maraña de azoramientos que a cada hora brotan a causa de la calamidad que está sucediendo, tiene quizá una respuesta: ya estamos instalados, hace años, sin remedio ni la menor pizca de esperanza, en el país del No Lugar. Bien lo define el antropólogo francés Marc Augé, seguramente un tipo que vive en un continuo estado de destierro. El No Lugar: una geografía habitada por no gente, por no personas, por no individuos. Espacio desprovisto de paisajes, olores. Lugar de tránsito. El país, una sala de espera en un hospital nauseabundo; el andén de un tren; la cola para pagar una factura; la espera en el cordón de la vereda a que el hombrecito se ponga blanco y entonces cruzar la calle, la avenida; las terminales de ómnibus; la caminata por los laberínticos pasillos del subterráneo para combinar una línea con la otra; y colas y más colas, la cola para comprar comida al peso, al mediodía, a las apuradas, para el almuerzo de media hora que permite el empleo; la cola en el cajero automático o en el Rapipago.
Pero Augé no tuvo en cuenta que el No Lugar, por lógica secuencia ocasional, y por qué no semántica, ocasionaría como natural alumbramiento el Sí Lugar. Uno, digamos, de cuarenta, acaso cincuenta centímetros cuadrados. Un monoambiente apretado, estrecho, desde luego, pero luminoso, limpio, a nuevo, ideal para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, monoambiente en el que, por lo demás, cabe todo, absolutamente todo. La reflexión, la puteada, el delivery de pizza, el chiste, el abrazo, la fotografía de un par de escarpines, el llamado a la revolución, el vituperio, el sexo, la música, la gastronomía, el ansia de suicidio, el comentario doméstico…
El comienzo del final fue tan inesperado como aterrador. Con el correr del tiempo los habitantes del monoambiente luminoso comenzaron a morir en accidentes callejeros que causaron la preocupación virtual de los funcionarios.
El primer caso ocurrió en el hall central de la estación Constitución del ferrocarril. Eran poco más de las seis de la tarde cuando el joven Javier Martín Ojeda, 23 años, caucásico, estudiante de Agronomía, se puso a caminar por el hall sin rumbo cierto, cabizbajo, los ojos y su total atención metidos en la observación de su vida en el monoambiente luminoso, orgulloso de sus 857 amigos, contando los “me gusta” que había recibido la fotografía de su plato de ravioles con estofado de pollo del mediodía entre sus 857 amigos; absorto en un video en el que un gato tocaba el piano. Tan ensimismado estaba en las vicisitudes de su monoambiente, que no advirtió la lenta pero decidida aproximación del señor Mauricio Morelli, 62 años, caucásico también, empleado administrativo, que avanzaba cabizbajo también, sumergido por completo en la contemplación de su vida en el luminoso monoambiente que también llevaba en su mano.
Dicen los testigos que primero oyeron algo así como el ruido que causa una botella de plástico cuando la aplasta la rueda de un auto en la calle. De inmediato, alaridos y por ahí algunas carcajadas.
Dos cuerpos echados en el piso, boca abajo, las cabezas juntas, hilos de sangre, y, junto a los muertos, las pantallitas del monoambiente que no dejaban de parpadear.
¿Atentado? ¿Crimen pasional? ¿Ajuste de cuentas? El médico forense caratuló las muertes como “topetazo en vía pública a raíz de la poca atención, del uno y del otro, en la existencia de un otro de carne y hueso”.
En contadas semanas, la seguidilla de topetazos callejeros provocó cientos de muertes. Las autoridades decretaron que cada muerto debía ser enterrado con su monoambiente encendido sobre el pecho, a la altura del corazón. En el entierro, todos los presentes se pusieron de espaldas a las paladas de tierra de los sepultureros que comenzaron a cubrir los ataúdes. Se arracimaban, se sacaban selfies.