Me dice Silenzi que los iluminados somos nosotros. No te quepan dudas, dice. Es así porque la tenemos clara, dice. Y ellos no son más que meros garabatos, pura sombra, bichos al acecho. Pero el problema es eso de los cortes de luz interior, dice, ese vaivén de luz y oscuridad que por momentos, largos momentos, nos mete en una cerrazón fatal. De pronto no sabemos qué hacer. A la mierda se fue la iluminación. No más de cinco, diez minutos, y sin darte cuenta estás metido en una gruesa tiniebla. Das un paso y chocás ahí. Das cuatro pasos y chocás allá. ¿Qué mierda somos?, me dice Silenzi. ¿Víctimas de nuestra vida de militantes, encarcelados, desaparecidos, vivos y a la vez muertos en parte? ¿O víctimas de este amasijo de políticos, sindicalistas, periodistas y demases que en más de una ocasión te dan ganas de no haber sobrevivido? La iluminación ya no existe. Es, por supuesto, un anhelo, un deseo. Las luces permanentes no existen. Hay que encenderlas, avivarlas, soplarlas como el que sopla continuamente el pábilo de la vela. Lo difícil, dice Silenzi, es avivar al pánfilo de la vela, ese que presume que lleva la antorcha de la libertad y la justicia social. Y que muy probablemente nunca jamás pisó un sorete de perro mientras paseaba por la calle, porque la calle no fue parte de su geografía personal.