“Los briosos y valientes militares argentinos le habían brindado a la palabra desaparición una magnitud desmesurada en nuestro vocabulario. Acaso ignoraban que, por sencilla derivación o consecuencia semántica, le estaban otorgando idéntico poder y tamaño a búsqueda. Desaparición remite a sombras, encierro y quietud; búsqueda, en cambio, a movimiento, intemperie y acción, y, como factible y lógica culminación, hallazgo. Hasta el 24 de marzo de 1976 había habido paraguas, perros, documentos, bufandas, tortugas y libros que desaparecían; cosas de fortuita valía que, por lo demás, en oportunidades uno lograba recuperar visitando la oficina pertinente o quizá publicando un aviso en cualquier periódico. Hasta la irrupción de los militares también había habido casos aislados de empresarios, banqueros y dirigentes políticos o sindicales que desaparecían, sin dejar rastro alguno, con millones de pesos a cuestas; también hombres de paso ligero que al amparo de cualquier excusa desaparecían tras la puerta de su hogar para nunca retornar; también hijos que hastiados de sus padres desaparecían. Pero eran desapariciones tramadas, voluntarias, que en ocasiones avivaban en la gente un buen grado de simpatía, e incluso admiración. Ahora, a la nómina debíamos añadirle la desaparición de millares de hombres, mujeres y criaturas, dueños de voces, perfumes, historias e ideas cuya recuperación parecía tan imposible como necesaria. Una identidad desaparecida, una generación abovedada que yacía, inerte pero a todas luces explosiva, vaya uno a saber en qué catacumba”.
(Fragmento del libro Como viejos lobos, HLE, Editorial Planeta, 2002).