Por Néstor Espósito | La media sanción del proyecto de reforma del Consejo de la Magistratura que emitió el Senado una semana antes de que venciera el plazo fatal que había dado la Corte Suprema escondía un guiño a la oposición y un gesto que predisponía a encontrarle una solución política al descalabro que causó el fallo del máximo tribunal.
Cuando en diciembre pasado la Corte se acordó, 15 años después, que la ley que había reducido la cantidad de consejeros de 20 a 13 era inconstitucional, la fijación de un plazo de 120 días para la sanción de una nueva ley era claramente una premisa de imposible cumplimiento. El exiguo plazo demostraba tácitamente que lo que la Corte realmente quería con aquel fallo era retomar el control del Consejo a través del ejercicio de su presidencia.
Pero un grupo de legisladores del Frente de Todos, aun sabiendo que cumplir con ese plazo era una quimera, comenzó a tejer consensos hacia afuera. Y la gestión parecía haber dado frutos, pero…
El proyecto aprobado en Senadores tenía una parte no escrita que iba a completarse con un agregado en Diputados. En la Cámara alta había sido excluida la presencia de la Corte en el Consejo de la Magistratura. Esa decisión tenía más de fijación de postura frente al desafío de Horacio Rosatti y compañía que de pragmatismo político.
Dicho de otra forma, el Senado no sumaba a la Corte como parte del Consejo, pero le hizo llegar a diputados de la Unión Cívica Radical en Juntos por el Cambio que si en la Cámara Baja se impulsaba esa moción, la ley finalmente saldría con la Corte adentro del Consejo.
¿El Frente de Todos estaba dispuesto a aceptar a Rosatti como presidente del Consejo? No. El acuerdo que estaba prácticamente cerrado no iba por ahí. La redacción final de la ley diría que un representante de la Corte Suprema tendría reservado un lugar en el Consejo, en una formación en la que incluso iban a recuperar participación sectores que habían quedado relegados en la reforma de 2006, por ejemplo los abogados de la matrícula federal y porteña.
“Era el proyecto de (el ex ministro de Justicia de Cambiemos, Germán) Garavano más un representante de la Corte. El proyecto salía del Senado sin la Corte, entraba a Diputados, allí lo incorporaban y cuando volvía, nosotros lo aprobábamos”, confió un senador oficialista de alta exposición mediática en las últimas semanas.
El “proyecto de Garavano” había sido consensuado durante el gobierno de Cambiemos con el kirchnerismo y cuando ya estaba en el Congreso llegó la orden del ex presidente de Boca Juniors y operador judicial del macrismo, Daniel Angelici, para abortarlo. “Nos sirve el dibujo”, explicó el abogado Jorge Rizzo, gestor de aquel texto.
La inclusión de la Corte en el proyecto que salió del Senado debía ocurrir en un tiempo relativamente breve. Por eso, aún a regañadientes, el jefe de la bancada oficialista en Diputados, Germán Martínez, había aceptado pedir una prórroga a la Corte sobre los plazos de su propio fallo para completar el procedimiento de la aprobación de la ley.
“Pedirle a la Corte que extienda el plazo es legitimar que puede imponerle condiciones a otro poder”, sostenían quienes rechazaban ese pedido de más tiempo. Pero un sector mayoritario entendía que era preferible tragar ese sapo para sancionar una ley que reformara el Consejo, lo que –por otra parte- aparece en el horizonte político como algo que no es urgente pero en lo que, con sus más y sus menos, todos están de acuerdo.
El acuerdo fracasó. No hubo una razón concreta; ni siquiera la excusa de una interpretación forzada o una ofensa ficticia, como la que actuaron los legisladores opositores para rechazar la aprobación de la ley de Presupuesto para 2022.
“Al final de cuentas, el que salió beneficiado fue Gerardo Morales. Gobierna una provincia chica y es el único que tiene dos representantes suyos en el Consejo”, se queja aún hoy uno de los senadores que se ilusionó con el acuerdo frustrado. Morales se comió sendas tapas de Clarín y La Nación cuestionándolo por un supuesto pacto con el Gobierno.
El Frente de Todos en sus distintas variantes en el Congreso tiene la certeza de que Juntos por el Cambio no aceptará consensuar ninguna política trascendente para el Gobierno, en general, y específicamente menos aún en materia de temas judiciales.
Por eso, pese a que el miércoles último comenzó el tratamiento en Comisión de los proyectos de modificación de la Corte Suprema, no hay esperanzas reales de que una ley de esa naturaleza sea posible.
Canal Abierto contó semanas atrás que estaba en ciernes un proyecto, elaborado por el jurista José Manuel Ubeira, que tenía tres premisas para una nueva Corte: federalismo, paridad de género y aumento de la cantidad de jueces.
Con ligeras modificaciones, ése es el proyecto que presentó el senador rionegrino Alberto Weretilneck y, horas después, su colega neuquina Silvia Sapag. Desde antes esperaban que alguien desempolvara las iniciativas de Adolfo Rodríguez Saá y Clara Vega.
Tienen más puntos en común que diferencias. Weretilneck reconoció que está abierto a enriquecer su propuesta con el aporte de sus colegas y convidó a otras fuerzas políticas a dar la discusión, sobre la base de la premisa del inocultable pésimo funcionamiento del Poder Judicial.
Sin embargo, el fantasma de lo que ocurrió en el Consejo de la Magistratura aborta sus esperanzas.
El principal escollo para la reforma de la Corte es la propia Corte hoy. Rosatti, Carlos Rosenkrantz y Juan Carlos Maqueda formaron una troika que se relame con el poder, que decidió jugar al poder y que no está dispuesta a cederlo.
Tendrán que arrancárselo, pero sus alianzas con el poder real les dan la tranquilidad de que ello difícilmente ocurra.
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Foto principal: De izquierda a derecha, Carlos Rosenkrantz, Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti.
Néstor Espósito: @nestoresposito