En este sistema con la frustración como moneda corriente, es más fácil odiar que amar. El amor es maravilloso e inusual. Tiene como contracara al odio, más cotidiano de lo que se admite.
¿Afiló el amor las guillotinas de la Revolución Francesa? ¿Una dieta de ternura impulsó a los proletarios durante la Revolución de Octubre? ¿Arrojaban flores los cañones de los bandos enfrentados durante la Guerra de Secesión? ¿Esa violencia “partera de la historia” como la bautizó Carlos Marx, terminó hoy por ser el menú de una cena de trabajo entre obreros y CEOS? Es triste la verdad, lo que no tiene es remedio: el odio está presente en cada uno de los grandes cambios que sufrió la humanidad. Si el amor mueve las ruedas de la historia, el odio no le va a la zaga.
El progresismo, poco amante de los cambios bruscos, cree en la virtud de la moderación. Atribuye las usinas del odio a la derecha y sus dispositivos. Cómo todo puede resolverse mediante el dialogo y la cooperación, no cree que deba tratar de direccionar la frustración, el miedo, la bronca que no pocas veces se transforma en odio.
Quien trabaja de sol a sol para regresar a un hogar donde hay hambre y necesidades insatisfechas, el cartonero que busca en la basura del container de un restaurant colmado un sábado a la noche, los viejos que agonizan en el desamparo o el joven que después de recibirse no ve otro destino que sobrevivir sin futuro en medio de carencias. Una sociedad cada día mas desigual es un caldero donde no se cocina otra cosa que odio.
Los medios no generan el odio como dicen los progre, a lo sumo lo moldean, lo redirigen. La derecha no niega el odio, lo instrumentaliza. A los progresistas, cuando les toca ser parte de la gestión del Estado, les cuesta ver “la sangre en la botamanga del pantalón”. Rara vez se hacen cargo de sus claudicaciones, del tremendo resultado que dejan sus cobardías entre los más desamparados. En cambio, toman entre sus asignaturas ir a rendir examen junto a los neoliberales más recalcitrantes a los encuentros del poder económico concentrado, en hoteles lujosos, donde se planea el futuro de este país tan potencialmente rico como saqueado y empobrecido.
Distantes de la izquierda que en siglos pasados se hacía cargo del odio que genera la desigualdad social, los progre alegan que “el amor siempre gana”. Las dirigencias conservadoras saben que la concentración de la riqueza puede generar resistencias, que se apresura a redireccionar. Antes que las masas quemen sus bancos y empresas son maestros en inventar enemigos imaginarios. Aparecen entonces “los migrantes que te sacan el trabajo”, “los comunistas que quieren terminar con la propiedad privada”, “los populistas que te matan a impuestos para mantener a planeros atorrantes”.
“La historia la hacen los que aman”, dicen. ¿Nuestros próceres cargaban contra el enemigo y hasta firmaban ordenes de fusilamiento con amor? Había una ternura enorme en Eva Perón por los desposeídos. Pero su peronismo no ocultaba el odio, lo proclamaba y dirigía. No es casual que los progresistas jamás le pongan nombre y apellido al saqueo del país, los verdaderos responsables de los miles de dólares de nuestra colosal deuda externa, de los monopolios que suben los precios aspirando cada peso que entra en el hogar trabajador. Eso sería direccionar la bronca y ponerla en el cauce de la historia.
Los progresistas diagnostican por izquierda, pero accionan como conservadores. Como los pescaditos que comen de los dientes del tiburón lo que queda de su caza, abominan del salvajismo con el que la derecha acrecienta sus riquezas, pero más temen que se termine este sistema fuera del cual no se imaginan vivir. Para ser progre se necesita antes que nada un buen sueldo. No es barato vivir en Puerto Madero. No son otra cosa que una sub-clase de dirigentes, comediantes que actúan su rutina en los intervalos de los gobiernos conservadores, sin por supuesto alterar las reglas de una sociedad desigual. Son también beneficiarios del sistema. Aunque solo comen de las migas del banquete, están convencido que el show debe continuar, porque después de todo, son parte del reparto.
Ilustración: Marcelo Spotti