General Mosconi, en el norte de Salta, mi próximo destino, figura en el mapa de rutas en letras ínfimas y desteñidas; ciudad opacada por la cercanía de las letras de trazo firme y grueso que señalan Tartagal, a nueve kilómetros de allí. Es, sí, una ciudad pequeña, poco menos de tres mil kilómetros cuadrados, acaso quince mil habitantes, pero a lo largo de décadas fue un sitio signado por la buenaventura que trajo la creación de YPF, allá por los años veinte. Diríase que su historia, a juzgar por lo que leo, no es más que un lúgubre epítome de la historia del país. El pueblo, llamado primero El Noventa, a causa de que el lugar coincidía con el Km 1690 de la línea ferroviaria habilitada en 1926; denominado posteriormente Ciro Echosortu, nombre de uno de los propietarios de las tierras en que comenzaron a asentarse las familias que acudían a la región para trabajar en los yacimientos de petróleo, fue por fin declarado municipio en noviembre de 1946 y oficialmente nominado General Enrique Mosconi, homenaje, claro está, al hombre que durante años había promovido la explotación del petróleo bajo la consigna del autoabastecimiento y la disputa con las empresas extranjeras que pretendían explotarlo de modo salvaje. Mosconi, pues, floreció bajo el influjo del petróleo, y, también, de la industria maderera. En su apogeo, YPF llegó a emplear cuatro mil quinientas personas en todo el departamento de San Martín, al que Mosconi pertenece. La privatización de la empresa, en 1992, acabó de cuajo con el bienestar de millares de familias y ocasionó un estado de profunda crisis social y económica que perdura hasta nuestros días. En Mosconi se llevó a cabo el primer corte de ruta que se recuerde. Fue en septiembre de 1991. Toda la población ganó las calles para oponerse a la privatización. Trabajadores, comerciantes, dirigentes políticos, familias enteras comprendieron que la entrega de tamaño patrimonio al poder económico extranjero había de sumir a la ciudad en la ruina. Los cortes de ruta se sucedieron. Y la represión, en cada uno de ellos, fue brutal. Cinco trabajadores desocupados han sido asesinados en las calles y rutas de Mosconi en los últimos años: Alejandro Gómez, Orlando Justiniano, Aníbal Verón, Carlos Santillán y Omar Barrios.
(…) llegamos a Mosconi, a la terminal de ómnibus, es decir, a una calle angosta y breve apenas iluminada por la luz amarreta que despedían un par de penumbrosas oficinas de empresas de transportes, de cara al cuartel de los bomberos, en cuyo garaje concita la atención una autobomba que da la impresión de haber salido de un museo. El calor es intenso, y, en particular, inesperado. Habíamos supuesto un clima frío, después de todo viajábamos hacia el norte salteño en vísperas del invierno, en Buenos Aires la temperatura era baja, pero la ignorancia de porteño nos jugó una mala pasada y ahora estamos cargando un par de bolsos llenos de ociosas ropas de lana y grueso algodón. Como lo había presagiado, nadie nos aguarda. Nos quedamos un rato en el lugar, fulminados por el agobio y el calor húmedo, por el largo viaje, a la espera de que alguien nos rescate. Nadie, nada. Nos ponemos a caminar hacia la plaza principal de Mosconi, donde decidimos recurrir al consejo de un vendedor de panchos. Le pregunto por el local de la Unión de Trabajadores Desocupados, por Pepino Fernández. Al hombre le ha sido suficiente escuchar la palabra Pepino para ponerse en marcha; sin soltar el pancho que estaba a poco de venderle a un chico, tampoco el tarro de mostaza, corre hacia un auto estacionado a pocos metros, un remise, veo, dialoga rápidamente con el conductor, y nos llama, y vamos y el remisero nos explica que Pepino, que todos los miembros de la UTD están en el piquete. No tiene problema alguno en llevarnos hasta allí. En el trayecto nos cuenta que tiene una bala incrustada en la pierna derecha, recuerdo de la represión de los gendarmes y la policía en junio del año 2001, una de las tantas y tremendas agresiones que han sufrido los habitantes de Mosconi en los últimos tiempos.
Descendemos en el piquete, ruta 34, unas veinte cuadras del centro de Mosconi. Un par de toldos, cubiertas semiencendidas, troncos y parvas de ramas calcinados, un muchacho de gorro de lana negra calado hasta las orejas que se aproxima y con cortedad quiere saber qué hacemos allí. Digo mi nombre, tengo una cita con Pepino, lo acordamos por teléfono, venimos de Buenos Aires. “¿Pepino?”, se asombra. “No, no puedo decirles dónde está”. Insisto, suplico, he hablado con Tomás, ¿no está Tomás?, ¿acaso Virulana? Se aleja unos metros, delibera con otro piquetero, regresa, y, con desgano, nos franquea el paso haciendo a un lado un tronco. “Vayan hasta la otra punta”, suelta, y hacia el otro extremo del piquete partimos de inmediato, donde, por fin, nos acogen con cautelosa amabilidad. Está Virulana, está Sombra, también otros hombres que empiezan a formar un corro y nos observan, con curiosidad, con reserva, creo, intuyo, pues la densidad tan sombría del ambiente torna imposible apreciar por completo los rostros. “¿Son de Telenoche?”, pregunta con desconfianza un hombre que está sentado sobre una lata; nuestra respuesta, enérgico rechazo, le devuelve la tranquilidad. De pronto aparece Tomás, de quien sólo conocía su canturreado timbre norteño en el teléfono, y de cuyo aspecto, por el momento, hasta que abandonemos este rincón sombroso de la ruta, solamente puedo decir que es un hombre delgado. Tiene, sí, una mejilla inflada en demasía, de modo que habla con la mitad de la boca. Nos saluda cortésmente pero no quiero importunarlo. No es de caballero apremiar con preguntas a una persona que padece un flemón de tal magnitud en la muela; sin embargo, se pone a hablar con buena disposición; ningún dolor, al parecer, lo incomoda. Le pregunto por Pepino, el misterioso y oculto Pepino Fernández, acaso el personaje más célebre de la UTD. Desaparece tras una lona que sirve de biombo, junto a una carpa, y segundos después regresa con un hombre fornido y, creo, risueño. Pepino huele a hollín y a tierra; estaba descansando, los piquetes agotan, es necesario echarse un rato para recobrar fuerza, pero le alegra nuestra visita y por eso allí está, en pié, para conversar, después de todo hemos viajado cientos de kilómetros para conocerlo. Les refiero la idea del libro, narro el viaje, el camino alternativo que debió tomar el ómnibus. “Hace años”, dice Virulana, “el poder político abrió una ruta paralela a la 34 para que los cortes tengan menos efecto. Está siempre custodiada por muchos gendarmes. Nosotros la llamamos la ruta antipiquetera”. De la inspección y el recelo inicial han pasado a una cálida afabilidad; quieren saber más acerca del libro, los movimientos y organizaciones que ya he visto, las distintas experiencias que he podido conocer. Le cuento a Pepino la charla que hemos tenido minutos atrás con un piquetero en el otro extremo del corte, al que poco le faltó para sugerirnos un rápido retorno a Buenos Aires. Veo que te cuidan con esmero, digo. Ríe. “No, lo que pasa es que siempre está la posibilidad de que me agarren, por eso los compañeros me cuidan. Porque los políticos y la policía me echan la culpa de todo, tengo más causas que Menem. Capaz que le he cortado el paso a una vaca y también me han metido una causa”. De repente, cuando Tomás extrae de un bolsillo un paquete con hojas verdes que, amable, ofrece a Pepino, luego a Sombra y Virulana, me asalta la vergüenza. Desde luego, la suposición del flemón ha sido fruto de mi ignorancia. El paquete con hojas de coca pasa de mano en mano; luego, el sobrecito de bicarbonato de sodio, porción de sal indispensable para formar un auténtico bolo de coca. Durante una hora nos quedamos conversando sobre la UTD, la infinitud de proyectos que están llevando adelante, como la forestación, el vivero, el reciclaje de botellas de plástico, los planes de erradicación de ranchos. Es medianoche cuando nos despedimos; el viaje nos ha dejado maltrechos, explicamos; al día siguiente pasaremos por el local de la UTD y podremos charlar mejor. Tomás nos acompaña. Ahora, todavía en la ruta, bajo el cono de luz ambarina que proyecta el foco de un poste de alumbrado, puedo observarlo mejor. Debe de tener unos cuarenta años, pelo liso, negro y corto, semblante de rasgos collas. Entre las manos lleva una honda con la que juguetea sin pausa. Propone hacernos una escapada hasta las tres cruces, aquí nomás, compañeros, en la ruta, las tres cruces, es decir, los altares que han erigido en el sitio donde fueron asesinados Carlos Santillán y Omar Barrios, el 17 de junio de 2001, y Aníbal Verón, el 10 de noviembre del 2000. Estamos cansados, le decimos, necesitamos comer algo e instalarnos en el hospedaje que nos ha recomendado el remisero, la casa que una tal doña Yola ha convertido en pequeño albergue, a dos cuadras del local de la UTD y tres del centro; mañana tendremos tiempo. Tomás parece no haber escuchado; insiste en hacer de cicerone del recorrido mortuorio. Lo seguimos. En los altares, petisos y sencillos, hay flores, estampitas, fotografías; Tomás señala la cumbre de un enorme tanque de la empresa petrolera Refinor; desde allí, dice, dispararon los francotiradores que mataron a Santillán y Barrios; a Verón, en cambio, lo asesinó un policía con un balazo de pistola en el ojo, a pocos metros de distancia. Escupe una saliva verdosa. Dice: “Acá tuvimos más muertos en la democracia que con la dictadura”. Retomamos el camino hacia el centro de la ciudad y en el trayecto continúa señalándonos huellas de la represión; marcas de disparos en columnas, en muros, en la fachada de ladrillos de una casa de familia. Finalmente, la plaza central, un bar, una mesa en la vereda, cerveza y sandwiches de carne. Y Tomás que se desembaraza del bolo de coca, ya pastoso e insulso, arrojándolo a un costado de la acera, y lo sustituye por otro de hojas frescas. Sobre la mesa apoya la honda. Contemplo el paisaje. Una plaza redonda y deshabitada en la que, a la manera de rayos desprovistos de brillo y vida, confluyen no menos de seis diagonales; mujeres que barren el asfalto con grandes escobillones, levantando una polvareda que se eleva en el aire y, tras un vuelo lerdo, desciende, de nuevo, desparramada, planeando, en el suelo. Con recato, visiblemente feliz por nuestra presencia en Mosconi, Tomás nos cuenta fragmentos de su vida, de sus pensamientos. Le gusta el periodismo, todo, a punto tal que no tiene objeciones; con idéntico interés es capaz de escuchar y ver a Majul, Hadad, Chiche Gelblung, Silvina Chediek, el Pato Méndez, Lanata. Grondona, en cambio, lo hunde en el aburrimiento. “A mí me parece que Hadad tiene razón en lo que dice, puede ser que haya piqueteros vagos, nosotros no, nosotros laburamos, pero hay otros que lo único que hacen es ir al corte y nada más, y eso no está bien”. Cursó hasta el segundo año del colegio secundario; su padre trabajó en YPF, y él también; cuando recibió la indemnización, corrió a Buenos Aires a comprarse ropa; tiene cuatro hijos y una mujer que, buena fortuna, da por razonable su militancia social. “Ella se asusta, pero creo que tengo un dios aparte, a mí nunca me pasó nada”. Con una mano apretuja la honda, nos mira con firmeza: “Yo estoy dispuesto a morir por esto, pero no me voy a ir solo. Yo amo a mi patria, no como los políticos. No los soporto, yo no hago política, yo soy peronista”.
(…) Mosconi, a la luz del día, es un retrato vivaz del país descuadernado. Perros pordioseros y vagabundos por toda parte; calles sin árboles; aislados y abúlicos caminantes; comercios vacíos, devorados por gruesas telarañas; escaparates anodinos. Cuesta creer que esta ciudad, una década atrás, estuvo habitada de familias de clase media que recorrían sus calles con placer, al amparo de un limitado pero satisfactorio bienestar que, imaginaban, jamás había de convertirse en desazón y miseria. En el umbral del predio del viejo Club Deportivo Transportes, donde atiende sus asuntos la UTD, nos aguarda Tomás, que continúa con su parsimonioso coqueo. El club es una construcción antigua que ha sido refaccionada; alrededor de una cancha de basquet están distribuídas las oficinas: administración, proyectos, biblioteca, etc.etc. Rodolfo Chiqui Peralta, suerte de secretario de Administración de la UTD, nos recibe en una oficina muy luminosa y pulcra, de paredes blancas recientemente pintadas.
Chiqui tiene cuarenta y ocho años y todo el aspecto de un diligente empleado de comercio; camisa y pantalón planchados con excesivo cuidado; cara recién rasurada, pelo corto y bien peinado. Al igual que buena parte de los miembros de la UTD, ha sido empleado de YPF, ypeefeño, dice él, como sus padres; en 1992 tomó el dinero correspondiente a la indemnización y con un grupo de ypeefeños despedidos tentó suerte en la creación de una empresa maderera, aventura que se desmoronó cuatro años más tarde. “Entonces pasamos a engrosar la UTD, porque en el año 96 se comienza a formar la organización a partir de un grupo de muchachos que se reunían acá”. Militancia, sin embargo, que echó por tierra su matrimonio. “No coincidíamos con mi mujer. Toda mi vida trabajé en asociaciones vecinales o en los clubes o en la cooperadora escolar. Esto ya lo llevamos de siempre. Pero ahora nos metimos de tal modo acá que mi mujer no aguantó. Eso nos pasa a la mayoría. Y tengo cinco hijos”. Hace silencio. No logra sostener la mirada. El repentino ingreso de un compañero de la UTD lo libra de la pesadumbre; el muchacho necesita unas llaves; Chiqui abre una gaveta del escritorio con nerviosismo y un dejo de molestia, luego otra, por fin extrae un manojo de llaves del bolsillo del pantalón que le entrega mecánicamente. Siempre ha sido de izquierda, dice, no como Pepino, que no es nada; en 1983 se afilió al Partido Intransigente porque le caía simpático Oscar Alende. “Ahora no. Muchos movimientos de izquierda nos dicen: ‘tenés que encarrilar la lucha y llegar al poder’. No lo veo así. Yo ya descreo del sistema. Yo no pienso en el poder. Dentro del sistema actual no va a haber cambios. Los cambios tienen que venir de abajo y producir una revolución, es el único modo. Las elecciones no nos despiertan expectativas. Creo en la acción diaria, común, para construir cosas, y eso se tiene que ir contagiando”. Ya no recuerda cuándo votó por última vez. Hace tiempo, mientras intentaba escabullirse de una de las habituales represiones de policías y gendarmes, perdió los documentos, y poco le ha importado tramitar una copia. “Además, se ha quemado el registro, así que no somos nadie nosotros. Todos somos solteros, no tenemos hijos, no tenemos nada, no tenemos nombre, se quemaron los prontuarios policiales, se quemó la cana, soy el hombre invisible. Somos ilegales, como dice Pepino”.
Un alboroto al otro lado de la puerta nos desvía la atención; una serie de graznidos, un no, no, no rotundo, repetido en voz alta. Pese al esfuerzo de Tomás, que a solicitud de Chiqui se ha puesto a oficiar de portero para evitar interrupciones enojosas, una mujer ha logrado sortear el doméstico piquete y ahora se encuentra de cara al Chiqui, la palma de las manos apoyadas con decisión sobre el escritorio. Es una señora de cabellera rubia, mal teñida, carnes abultadas y filosas uñas pintadas de color carmesí. En sus ojos hay disgusto. “Vengo por el problema de mi hija”, gruñe. “¿Qué pasa que no sale el pago del plan?” La cara de Chiqui ha sufrido una gran transfiguración; le echa una mirada brava; ha enderezado el cuerpo a la manera de un meticuloso e implacable jefe de personal. “Señora, estuvimos cortando la ruta por eso, recién levantamos el piquete. Si su hija hubiese ido al corte de ruta, tendría alguna idea al respecto”. La mujer se marcha mascullando palabras ininteligibles. Chiqui apoya los brazos extendidos sobre el escritorio y nos mira con una mezcla de resignación y suficiencia. “¿Ven? Hay mucha gente que no le importa nada. La señora tiene una hija acá y ni aparece, si hubiera estado en la ruta ya sabría de cómo vendría la mano, que gracias al corte cobrará el lunes. Me toca hacer el papel de malo”. No ha llegado a recomponer el humor cuando la puerta empieza a entreabrirse una vez más y, a poco se encuentra de incorporarse para mandar al diablo al importuno visitante, cuando asoma la cabeza de Pepino Fernández. Nos saluda con un rápido ademán de manos y se instala en una silla, a la distancia, a dos metros del escritorio, alrededor del cual nos hemos sentado a charlar con Chiqui. Le pido a Pepino que se acerque, estoy grabando, temo que su voz se pierda. Es que no se ha bañado desde hace cuatro días, lo excusa Chiqui; cuando hay corte no sale hasta que no se levanta el piquete, esa es la cábala, y nunca para, acá se quejan porque él los lleva caminando a Tartagal, y son diez quilómetros, y él les dice que no se hagan problema, que está acostumbrado porque iba caminando de Caleta a Bahía Blanca; se cree que todos van a hacer lo mismo que él. Pasa que caminando la marcha tiene más fuerza que ir en vehículo, comienza a decir Pepino al tiempo que, a regañadientes, toma la silla de madera, acorta apenas la distancia que nos separaba, y continúa: marchar así es más sacrificado, el codo a codo potencia y además la otra gente los considera más, los valora más; cuando uno va caminando los vecinos mismos salen a aplaudir y todo. Por desgracia, dice Chiqui, no se cansa nunca. Claro, mucha gente me dice que la ventaja que tengo yo es el ser soltero, se defiende Pepino, que estoy solo, pero el soltero ha sido siempre discriminado por la sociedad, el soltero y la soltera; siempre piensan que algún problema debés tener si sos soltero, incluso en el trabajo, si hay una posibilidad de ganar más plata, enseguida te dicen no, vos no podés porque sos soltero, ellos tienen hijos.
Se ha sentado en postura casi estática, el cuerpo echado hacia adelante, las piernas abiertas, los brazos apoyados en los muslos, las manos anudadas. Puede prescindir de ademanes y gestos. Su cara, con trazos de hollín, marcada por la fatiga, barba de días, lo dice todo. En particular sus ojos. Son azules y los hace sonreir continuamente, los achina, los frunce con natural picardía. Tiene, en fin, el rostro del hombre travieso y pícaro. Pepino habla entrecortado. A una parrafada le sigue un silencio y enseguida una frase de dos líneas, después repite la secuencia, parrafada, silencio, dos líneas. Y mezcla los asuntos. Sus conocimientos sobre las distintas e intrincadas etapas del proceso de industrialización del petróleo, son magníficos; con el garbo de un ingeniero químico, discurre sobre el encadenamiento de las moléculas, habla del equilibrio biológico y ecológico, de impurezas, densidades y viscosidades, de fórmulas y el trabajo con polímeros. Muchos me preguntan si tengo estudios, dice, y yo digo que YPF fue la secundaria y la universidad; yo he hecho sólo hasta séptimo grado, éramos once hermanos, había que laburar, entré de aprendíz en YPF y me quedé diecisiete años, en los últimos años laburaba en fluído de perforación, era técnico inyeccionista, todo lo aprendí en el trabajo; lo único con lo que no me quise meter, y me lo exigían, era la computadora, yo no la quiero a la computadora porque no me deja crear, por eso se pierden muchas cosas cuando están frente a la computadora, no miran para el costado. Sus ojos han dejado de sonreir por un instante; parece preocupado. Maldice: es de locos, acá están los pozos, y hay reservas de gas y petróleo por cincuenta o cien años, y en Mosconi tenemos que usar garrafa y pagar la nafta más cara que en otras provincias, no, no puede ser; mirá, una vuelta, un tipo del New York Times le preguntó a Rockefeller cuál es la industria que más plata deja en el mundo, entonces Rockefeller dijo: una empresa petrolera bien organizada. ¿Y cuál es la segunda industria que más plata deja en el mundo?, siguió el tipo. La empresa petrolera mal organizada, dijo Rockefeller. El petróleo nunca va a dar pérdida.
(*) Fragmento del libro La política está en otra parte, Por Hernán López Echagüe, Grupo Editorial Norma, octubre 2002)