Por Diego Leonoff | Cada 30 de agosto se celebra el día de Santa Rosa de Lima y, según la creencia popular, alrededor de esta fecha hay que esperar una tormenta en la región pampeana. Pero ese “alrededor” puede ser tan amplio como variable la intensidad del fenómeno.
¿Es realmente Santa Rosa una tormenta tan recurrente o simplemente un mito? Un análisis elaborado por el Servicio Meteorológico Nacional (SMN) revela que en 116 años de registro, en 65 oportunidades (56% de los casos) se produjeron lluvias con actividad eléctrica en dichas fechas, aunque no siempre estuvieron asociadas a precipitaciones abundantes con truenos y relámpagos (solo en 14 oportunidades, un 12% del total, las precipitaciones superaron los 50 mm).
¿Por qué incluso hoy en día, y a contra mano de la evidencia estadística, se encuentra tan extendida esta fábula meteorológica? ¿Es quizás el carácter cuasi mágico de Santa Rosa lo que nos atrae? Aún cuando no responda de manera concreta interrogantes tan complejos, puede resultar útil para la reflexión recuperar la historia del ingeniero argentino que inventó la máquina para hacer llover.
Juan Pedro Baigorri Velar nació en 1891 en Concepción del Uruguay, Entre Ríos. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional Buenos Aires, se recibió de ingeniero y viajó a Italia para cursar Geofísica en la Universidad de Milán.
Durante su estadía en Europa diseñó y construyó un aparato que medía el potencial eléctrico y las condiciones electromagnéticas de la tierra. Se trataba de una caja cúbica del tamaño de un aparato de televisión mediano con dos antenas que sobresalían.
La máquina
En 1926, mientras trabajaba en Bolivia en la búsqueda de minerales, Baigorri notó algo curioso. Al parecer, cuando conectaba y encendía el mecanismo, se producían lluvias ligeras que le impedían trabajar. Esto le llamó considerablemente la atención, al punto de considerar que esas lluvias podrían ser originadas por la congestión electromagnética irradiada por su máquina a la atmósfera.
En 1929 Baigorri Velar acepta un cargo ofrecido por el director de YPF, el General Enrique Mosconi y se instala definitivamente en Buenos Aires junto a su mujer e hijo. Se muda a una casa en Ramón Falcón y Araujo, barrio de Villa Luro.
Rápidamente se populariza el extraño artefacto y lo convocan para realizar pruebas en distintas regiones del país donde afectaban las sequias. Primero viaja a Santiago del Estero, donde hacía 16 meses que no caía una sola gota. Pone en funcionamiento sus instrumentos y hace llover ante el asombro de todos los testigos. Alcanza los 60 milímetros en la ciudad, cifras insólitas en décadas. Nuevamente Santiago del Estero, para Navidad: el agua cae como nunca, según la prensa.
Luego en Carhué, provincia de Buenos Aires, a 520 kilómetros de la Capital Federal. Llevaban tres años sin lluvias, aseguran las crónicas. Una vez más, Baigorri va con sus aparatos y cae tanta agua que desborda la laguna.
El ministro de Asuntos Técnicos de la provincia de San Juan lo llama en 1951 para probar suerte en una zona en la que no caía ni una gota de agua desde hacía meses. Prueba y las precipitaciones alcanzan los 30 milímetros.
Entre el asombro y la desconfianza
Era una época en que las nuevas tecnologías, como la aparición y popularización de la radio, generaban fantasía y asombro en el público general. Y por supuesto que la “máquina para hacer llover” no fue la excepción. A tal punto que en los carnavales de los años 50 había chicos que se disfrazaban de Baigorria: con traje y paraguas en una mano, y en la otra el imaginario artefacto hecho de cartón.
Ya en Buenos Aires circulaba un boca en boca: el ingeniero se ensañaba con los sábados y domingos. Muchos fines de semana sin partidos en el viejo “fortín” de Vélez Sárfield y otras tantas pistas barrosas del hipódromo -él afirmaba- fueron producto de sus experiencias. Era tal su confianza que en el invierno de 1938 llegó a afirmar al Diario Crítica: “Las lluvias de julio fueron mías”.
A pesar de todo esto, y por muchos años, siempre hubo una buena parte de la opinión pública que desconfiaba e insistía en llamarlo burlonamente “El mago de Villa Luro”.
El “Júpiter moderno”, otro de los apodos de la prensa, también debió hacer frente al escepticismo de la comunidad científica y las críticas de quien se convertiría en su principal detractor, el titular de la Dirección de Meteorología, Alfredo Galmarini, quien calificó el experimento de “parodia” y sostuvo que las lluvias santiagueñas habían sido anunciadas por el instituto. No obstante, Baigorri respondió mostrando un recorte del pronóstico publicado por el diario El Liberal (de Santiago del Estero), donde se leía: “Santiago del Estero, Chaco y Formosa: bueno y caluroso, con poco cambio de la temperatura”. Galmarini no se dio por aludido y burlonamente afirmó: “Aumentando la potencia del aparato y multiplicando en gran cantidad su número podríamos llegar, sin mayor esfuerzo, al diluvio universal”.
La réplica no se hizo esperar. Primero, en diálogo con la prensa, afirmó: “Como respuesta a las censuras a mi procedimiento -dice Baigorri- regalo una lluvia a Buenos Aires para el 3 de enero de 1939”. La nota, firmada de su puño y letra, fue publicada por Crítica el 27 de diciembre. Desafiante, envió un paraguas de regalo a las oficinas de Galmarini.
El desafío
Durante esos días, poco importaba el mensaje de fin de año del cuestionado presidente Roberto Ortiz y tanto la amenaza que Adolf Hitler proyectaba sobre Europa como las bombas que el franquismo lanzaban sobre Barcelona para quebrar el frente republicano en plena Guerra Civil Española. El asunto era si Baigorri lograría o no hacer llover.
El 1º de enero transcurrió en una tensa espera, con los porteños mirando al cielo. El inventor repetía que entre el 2 y el 3 haría llover, pero el cielo se había despejado y muchos ya presagiaban un fracaso. No obstante, esa misma noche resurgieron las nubes y a la madrugada empezó a caer una tenue llovizna que a las cinco se convirtió en chaparrón sostenido con vientos huracanados y características de temporal. La quinta edición de Crítica tituló en tapa: “Como lo pronosticó Baigorria, hoy llovió”. Noticias Gráficas también puso el hecho en primera plana y, para el día siguiente, se permitió publicar los dos pronósticos: el clásico del Servicio Meteorológico Nacional (SMN) y otro ad hoc bajo la firma de “El mago de Villa Luro”.
El derrotado Galmarini no quiso hacer declaraciones.
Al día siguiente, una muchedumbre acudió a la esquina de Araujo y Falcón, donde nació un nuevo cantito popular: “Que llueva, que llueva/ Baigorri está en la cueva/ enchufa el aparato/ y llueve a cada rato”.
Después de esta sobreexposición, el “Júpiter moderno” regresó al perfil bajo y a su antiguo oficio, haciendo relevamientos petrolíferos para particulares. Más allá de lo pintoresco del relato, Baigorri rechazó cuantiosas ofertas a cambio de su “milagrosa” formula.
La única definición científica que dio Baigorri en su momento y que sostuvo hasta sus últimos días fue que el suyo era un aparato que “consta de una antena especial, que despide rayos electromagnéticos hacia la atmósfera y va produciendo la congestión hasta provocar la lluvia”. En la década del 90, el director de Investigaciones del SMN, Eduardo Piacentini ensayó otra explicación: “la máquina era un radar, emitía ondas que al no obtener respuestas o eco en la atmósfera, le indicaban que no había lluvia”.
El ingeniero que hizo desvelar a una sociedad que miraba al cielo y alimentó la vieja fantasía del hombre por controlar la naturaleza falleció el 22 de marzo de 1972. Lejos de la escena pública y en la pobreza, su familia lo despidió en el cementerio de Chacarita el 23 de marzo –casualmente, el Día Internacional de la Meteorología- bajo un copioso aguacero.