Por Julián Aguirre | El 15 de mayo se conmemoran 75 años de la Nakba (en árabe, “Catástrofe”), la expulsión forzada y limpieza étnica ejercidas contra el pueblo árabe palestino por las fuerzas del movimiento sionista entre 1948 y 1949.
Aproximadamente 725.000 personas se vieron obligadas a abandonar sus hogares. Centenares de aldeas fueron arrasadas y convertidas en pueblos fantasma. Un trauma colectivo que marcó un antes y un después en la memoria histórica de esta nación. Lejos de ser un recuerdo distante se trata de una herida abierta en una larga historia de colonialismo, injusticia y desposesión que se prolonga hasta hoy.
Breve recorrido histórico: la confección de la expulsión
En 1897, intelectuales y referentes políticos judíos europeos celebraron en Basel, Suiza, el Primer Congreso Sionista. Su fin era reunir esfuerzos detrás de un mismo programa político: alentar la colonización del territorio de Palestina (en aquél entonces parte del Imperio Otomano) por parte de emigrantes judíos, promover un sentir e identidad nacional judía, consolidar redes de financiamiento, instituciones y una economía propia con el objetivo final de establecer un hogar nacional judío reconocido internacionalmente.
Una cuestión se interponía en ese proyecto: aquella tierra, santa para las tres religiones abrahamicas, estaba lejos de ser un desierto deshabitado. Al contrario, contaba con una población autóctona mayoritariamente árabe que comprendía a cristianos, judíos y musulmanes que por siglos habían cohabitado sus valles, montañas, aldeas y ciudades. Al comienzo de la Primera Guerra Mundial en 1914, Palestina albergaba a 60.000 judíos, de los cuales 39.000 tenían ciudadanía otomana, en comparación con más de 700.000 habitantes musulmanes o cristianos.
En noviembre de 1917, Lord Arthur James Balfour, Secretario de Política Exterior británico comunicó en una carta privada a Lord Lionel Walter de Rothschild el apoyo de su gobierno a la agenda sionista para “establecer una hogar nacional judío” en Palestina. Este escueto mensaje también afirmaba que esto no debía poner en perjuicio a los intereses de las comunidades no judías, que constituían la vasta mayoría de los habitantes. En diciembre de ese año, tropas británicas entraban a Palestina y se hacían con el control de Jerusalén tras derrotar a las fuerzas otomanas, completando la conquista militar en octubre de 1918. La Conferencia de San Remo de 1920 y luego, en 1922, el Consejo de la Liga de las Naciones (organización predecesora de la ONU), le darían legitimidad a las autoridades británicas y su Mandato sobre Palestina.
Las políticas de la administración británica y el impacto disruptivo que estas tuvieron sobre las relaciones tradicionales entre las poblaciones alimentaron tensiones que, lejos de ser religiosas como muchas veces se retrata esta historia, se relacionaban con el acceso a la tierra, al mercado de trabajo, al comercio, a la representación política y los efectos demográficos y socioeconómicos de la migración judía. Hacia fines de la década de 1930 y principios de 1940, la migración judía europea a Palestina se había multiplicado exponencialmente (empujada por el terror racista del nazismo y el fascismo) y las disputas habían crecido hasta llegar a enfrentamientos armados. Tras la Revuelta Palestina de 1936-1939, los propios oficiales de la administración británica reconocían que su estadía en la región resultaba inviable y tenía los días contados. En 1937, la Comisión Peel “recomendó” dividir el territorio en dos Estados. Por su parte, el brazo militar de las organizaciones sionistas comenzaba a extender sus operaciones para violentar y amedrentar a las poblaciones árabes palestinas.
La catástrofe
El 15 de mayo de 1947, la ONU estableció el Comité Especial sobre Palestina (UNSCOP por sus siglas en inglés), con el fin de diseñar un plan que pudiera llegar a una solución. Su resultado se expresaría en la Resolución 181 adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas el 27 de noviembre de ese mismo año.
Estipulaba la partición del territorio de la Palestina histórica para así crear dos Estados nacionales, uno de identidad judía y otro árabe-palestino. La ciudad de Jerusalén sería un distrito neutral bajo una administración internacional.
Las fronteras distaban de representar las realidades de la población, atravesando arbitrariamente zonas y separando a comunidades con siglos de relación. El territorio destinado a la población árabe-palestina, que representaba más de un 70% de la población total, comprendía solo un 43% de Palestina. Por su parte, en el 56% destinado a la conformación de un Estado judío, cerca de un 47% de sus habitantes eran árabes-palestinos.
La respuesta no se hizo esperar, la población local se manifestó en repudio a la división de su tierra, huelgas y un llamado a la revuelta. Tampoco los grupos sionistas se mantuvieron de brazos cruzados; tras obtener esta victoria diplomática (el reconocimiento internacional de un Estado judío) se volcaron a la vía militar mediante una campaña por etapas de avance y conquista sobre las poblaciones palestinas. El 9 de abril, tras capturar la aldea de Deir Yasin, grupos paramilitares sionistas masacraron a más de 100 personas. La difusión de esta y otras atrocidades contribuyó a exacerbar el miedo entre la población y acrecentó la oleada de refugiados que escapaban de las zonas de combate. Para mayo de 1948, la ofensiva sionista ya había capturado varias ciudades importantes como Jaffa, Haifa y Tiberíades, así como grandes áreas del Estado árabe propuesto, particularmente en la región de Galilea.
El 14 de mayo de 1948, el día en que los últimos soldados y funcionarios británicos abandonaron Palestina, el líder sionista David Ben-Gurion declaró la fundación del Estado de Israel. Al día siguiente, ejércitos regulares y de voluntarios de países árabes vecinos respondieron entrando a Palestina, dando inicio a la Primera Guerra Árabe-Israelí. Mejor armadas y organizadas, las fuerzas sionistas lograron imponerse y avanzar, conquistando ciudades como Nazareth, Ramla y Lydda, así como la región del Negev.
Cuando finalmente se estableció un cese al fuego, a principios de 1949, los límites de partición propuestos por la ONU se habían vuelto irrelevantes: las fuerzas israelíes controlaban el 77% de la Palestina anterior a 1948, incluidas grandes áreas designadas en el plan de la ONU como parte del futuro Estado árabe-palestino. Más de 400 poblados y aldeas fueron completamente eliminados. Más de 725.000 palestinos habían huido de sus hogares o fueron expulsados por las fuerzas sionistas, solo para convertirse en refugiados en Gaza, Cisjordania y los países árabes vecinos.
Israel se negó categóricamente a permitirles regresar. La Ley de Propiedades de Ausentes, adoptada por el Parlamento israelí en 1950, oficializó la apropiación de los bienes materiales de aquellas cientos de miles de personas a las que expulsó de sus hogares. Cerca de 150.000 palestinos lograron quedarse dentro de las fronteras de Israel, convertidos en ciudadanos de segunda clase, una minoría marginada en la tierra que sus ancestros habitaron por generaciones.
Los hechos del 48 supusieron la ruptura de lazos comunitarios y familiares, la destrucción del acerbo cultural e histórico de una población y el inicio del aplastamiento de su derecho a la autodeterminación. En palabras de Lila Abu-Lughod y Ahmad Saadi (2017): “Una sociedad desintegrada, un pueblo disperso, y una vida comunitaria compleja e históricamente cambiante pero asegurada, fue terminada violentamente. Después de 1948, las vidas de los palestinos a nivel individual, comunitario y nacional fueron cambiadas dramática e irreversiblemente”.
La historia de despojo no se detuvo allí. A 75 años de la Nakba, el Estado israelí ha profundizando su política colonial y expansionista sobre el territorio palestino y sus habitantes, criminalizando y reprimiendo ferozmente toda expresión de resistencia y de deseo de autodeterminación, cometiendo contadas violaciones al Derecho Internacional y los derechos humanos inalienables de los palestinos y las palestinas. Hoy, los refugiados y sus descendientes que reclaman por su derecho a retornar a su país alcanzan los casi seis millones de personas. En repetidas ocasiones, líderes israelíes han negado la existencia misma de la nación palestina. Sin embargo, Palestina ha encontrado en cada acto de resistencia un terreno de subsistencia, y la memoria es uno de ellos.
Publicado originalmente en CTA Internacionales