Por Agustín Colombo* | Ernesto ingresó al Hospital Borda en abril de 2004. Trabajaba como empleado en una fábrica de compostura de calzado y alquilaba un departamento. Le diagnosticaron trastorno bipolar, aunque su situación –asegura él– está controlada. Por ese motivo cuenta con un régimen de salidas flexibles: si él lo desea puede salir del hospital todos los días. No lo hace porque no tiene adónde ir: antes podía visitar a su tío, pero desde que su tío murió, sus salidas son únicamente a los jardines del hospital.
En el armario que tiene al lado de su cama, Ernesto guarda todos sus objetos personales. Todos: un desodorante. Una taza y una cuchara. Dos sacos raídos. Algunos bollos de ropa. Yerba. Un mate enlozado. Y adelante, como un mensaje inequívoco, la estampita de Jesús. El mundo de Ernesto, como el mundo de casi todos los internos del Borda, podría entrar en el pequeño armario desvencijado que tiene en el pabellón donde vive.
En esa sala donde todo es de todos y todo es de nadie, él y sus compañeros cuidan sus roperos como si se trataran de cofres sagrados. Los ordenan; los acarician. La mayoría de los hombres que camina por los jardines del Borda y por los pasillos de sus edificios luce en su cuello la llave que devuelve, al menos un rato al día, esa sensación de privacidad perdida. De algo parecido a un hogar. El armario es eso: el último refugio.
–Es donde guardamos lo que nos queda –cuenta Sergio.
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“El Borda es una boca grande que te traga”, se lee en la pared de un pabellón. Inaugurado en octubre de 1865 con el nombre de Asilo para orates de San Buenaventura, el Borda atiende en la actualidad alrededor de 400 pacientes internados. Muchos de los que vivieron varios años en esta mole de Barracas vuelven para que el equipo psiquiátrico les provean medicamentos. Otros, para saludar, recordar o comer un asado.
–Te traga porque muchos de los que están acá, si salen estarían en la calle. Acá por lo menos tienen donde dormir y algo para comer –cuenta una enfermera.
El número de pacientes en el Borda fue bajando con el tiempo. Si hace 30 años había 1100 internos y hace 10 había 700, ahora hay 400. El cambio de paradigma en la psiquiatría y la Ley de Salud Mental contribuyeron a la externación de pacientes. Sin embargo, también hay un número que permanece no por razones mentales, sino por razones socioeconómicas.
Sin familias –o con familiares que dejan de visitarlos con el correr de los años– y con grandes dificultades para reinsertarse en el ámbito laboral, la estadía de los internos en estos hospitales de la Argentina muchas veces se hace permanente. “Hay un grupo de pacientes que no tienen vida social porque hace 20 años que viven en el hospital. Su vida social está acá”, explica Gabriela Sánchez, delegada en el hospital por la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE).
Si hay pacientes que no salen porque no tienen adónde ir, hay otros que quieren entrar justamente por eso: porque no tienen dónde vivir. Alejo dice eso mientras fuma un cigarrillo con Juan Carlos. Son jóvenes, pero los dos están fuera de cualquier circuito u oportunidad laboral. Juan Carlos tiene 45 años y hace cinco que está en el Borda. Alejo tiene 40, dice que se quiso suicidar, estuvo internado en el Ramos Mejía y ahora quiere que lo internen acá.
–Ya no quiero estar más en la calle –pide.
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A pocos metros del Borda, en el Hospital Neuropsiquiatrico de mujeres Braulio Moyano, la situación es idéntica. En la actualidad, el Moyano cuenta con 650 internas. Muchas están allí por enfermedades mentales. Muchas otras, por falta de dinero y de oportunidades.
–Acá quiero estar porque estar afuera es difícil. Es un poco cuestión de plata. Es muy difícil alquilar, mantenerse. Estoy acá por mi voluntad, es una internación voluntaria, pero no puede ser para siempre, ni tampoco quiero. Esto no es una casa, es un loquero– nos dijo Nilda Sindaco cuando la entrevistamos este año en los jardines del Moyano.
Nilda es actriz y brilló en la serie División Palermo, dirigida y protagonizada por Santiago Korovsky. Como tantas otras mujeres del Moyano, Nilda salió y entró muchas veces. El motivo de ese ida y vuelta no fue su salud mental: fueron sus ingresos económicos, el empleo inconstante, el sueldo que no alcanza. Un combo que la pandemia reforzó y empeoró.
–La mayoría de las que están acá, están porque no tienen a dónde ir a vivir. Porque el alquiler es caro, porque no tienen familia, o porque no es fácil que la sociedad te dé una oportunidad después de estar internada. Hay mucha estigmatización con la locura y los problemas de salud mental –asegura Nilda.
En septiembre de 2023, la pensión por discapacidad fue de 97.900 pesos. Es, como lo determina la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES), el 70 por ciento de una jubilación mínima, que con el refuerzo de 37 mil pesos, quedó en 124 mil. Sin embargo, no todas las personas la cobran.
El Moyano tiene un programa llamado “Hospital de Noche”, destinado a pacientes que consiguieron un trabajo, siguen un tratamiento pero no pueden acceder a una vivienda. En la actualidad, en esa situación hay 20 personas. Del otro lado están quienes llegan al hospital luego de vivir en situación de calle: mujeres que son evaluadas por equipos psiquiátricos y permanecen al menos durante 30 días bajo un techo: el techo del hospital. Un drama que, en el último tiempo, quienes trabajan en el Moyano –y también en el Borda–, atienden con mayor frecuencia.
*Publicado originalmente por Revista Cítrica / Fotos: Juan Pablo Barrientos