Por Néstor Espósito | Para que una operación de inteligencia con intervención mediática y judicial (el orden de los factores no altera el resultado final) sea posible tiene que partir al menos de un dato cierto. Cuando parte de un dato falso rápidamente se desmorona y termina convirtiéndose en un boomerang para quien lo lanzó y –en una sociedad normal- debería causarle descrédito al autor. La primera parte, el desmoronamiento, ocurre; la segunda, la pérdida de confianza y credibilidad, a menudo no. ¿Ejemplos? Las cuentas de Máximo Kirchner y Nilda Garré que fueron tapa de diario pero nunca existieron; el padre de Daniel Filmus vinculado con los hermanos Schoklender.
Pero si hay un dato (al menos uno) cierto, entonces la maquinaria jurídico-mediática-de espionaje se pone en marcha e instala una idea que perdura por los tiempos, indiferentemente de que sea cierta o falsa.
Alberto Fernández fue un mal presidente. De entre las múltiples razones que avalan esa consideración, emerge claramente que durante su mandato, en plena pandemia, apareció violando normas de aislamiento y restricción de movimientos que él mismo había impuesto convocando a un festejo de cumpleaños de su por entonces pareja, Fabiola Yáñez, en la Quinta de Olivos. Luego, allegados a su gobierno se saltearon la fila en el orden de prelación para recibir las primeras vacunas contra el COVID-19. No importa que todos estuvieran en condiciones (por edad, comorbilidades o funciones esenciales) de recibir la vacuna. Hicieron algo que causó irritación. Defraudó. Mintió y lo pescaron. Rara vez hay una segunda oportunidad de recuperarse de una primera gran decepción.
Al castigo político que puso fin anticipado a su presidencia y cercenó su futuro se le agregó una cualidad que ahora se revela muy perceptible: si hizo aquello, de ahí en adelante nada de lo que se le descubra en su conducta humana puede sorprender.
Allí está el punto. Alberto Fernández puede defenderse en la Justicia como un gato entre la leña, incluso si el juez de la causa por violencia de género contra su ex mujer siguiera siendo Julián Ercolini, a quien la vida le atravesó la oportunidad de tomarse amplia revancha sobre aquel viaje al Lago Escondido que debió eyectarlo del Poder Judicial y sentarlo en el banquillo de los acusados de un delito penal. No ocurrió ni una cosa, ni la otra. Y Alberto Fernández está ahora a punto de meterse el dedito acusador por dónde le quepa.
Que las débiles conductas humanas de Alberto Fernández merezcan el rechazo social y, eventualmente, también una condena judicial, no empecen a que también quedó enredado en un juego de poder de características casi mafiosas.
El material que se difundió en los últimos días sobre la supuesta violencia ejercida sobre Fabiola Yáñez (que el expresidente insiste en negar) así como los videos con Tamara Pettinatto estaban en conocimiento de “partes interesadas” desde por lo menos dos meses antes que se conocieran. Yáñez nunca había pensado en llevar su situación personal con Fernández a la Justicia. Hasta que recibió un llamado del juez Julián Ercolini diciéndole que podía hacerlo.
En simultáneo, Alberto Fernández denunció públicamente en un reportaje con la radio del sitio de internet El Destape que desde el Grupo Clarín le habían propuesto que “entregara a Cristina” a cambio de un trato benevolente con él y su presidencia. Fernández dice que rechazó el “acuerdo”. Una semana después, un domingo, apareció la primera versión sobre los malos tratos hacia su pareja. Inicialmente, Fabiola Yáñez desistió de radicar la denuncia, pero unos días después cambió de opinión y sumergió a su ex pareja y padre de su hijo en el peor lodazal imaginado.
En la acotada periferia de Fernández aseguran que en ese ínterin hubo una suerte de negociación económica de ribetes casi extorsivos. El resto es historia conocida.
Por la fuerza de los hechos, en la causa judicial se ha invertido la carga de la prueba. Al acusado no se lo presume inocente sino culpable. La acusación no tiene que probar que los hechos existieron tal como los describió porque en los casos de violencia de género se le cree siempre a la presunta víctima. Si Fernández quiere salir airoso del expediente judicial deberá demostrar que Fabiola Yáñez, la madre de su hijo, mintió. Y deberá hacerlo de manera contundente, porque si resultara absuelto por el beneficio de la duda también en esa instancia se subvertirá el principio jurídico “in dubio pro reo” (la duda beneficia al acusado). En este caso, si persistiera la duda entre si agredió o no a su ex mujer, la condena final –aunque no sea penal- terminará convirtiéndose en un castigo lapidario.
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