Redacción Canal Abierto | Cada 20 de noviembre, la Argentina recuerda la Vuelta de Obligado como uno de sus hitos fundacionales: la defensa del río Paraná frente a las potencias europeas que pretendían navegarlo sin permiso.
Aquella fue una victoria militar y política que estableció un principio básico que hasta hace no mucho tiempo parecía irrenunciable. Hoy, sin embargo, vuelve a ponerse en debate bajo el gobierno de Javier Milei.
¿Qué significa soberanía en un país cuyo rumbo económico, productivo, territorial y diplomático se decide fuera de sus fronteras?
Tras dos años de gestión, los hechos —y no los slogans— permiten trazar un mapa preciso de las áreas en las que la Argentina ha resignado o directamente abandonado esa sana costumbre de discutir y tomar decisiones aquí, y no en otra parte.
Soberanía económica: el timón en Washington
El experimento económico de Milei avanzó más allá de la tradicional influencia del Fondo Monetario Internacional (FMI) o los condicionamientos históricos y externos que pesan sobre las naciones latinoamericanas.
Hoy la arquitectura completa de la política económica argentina depende de un funcionario extranjero: Scott Bessent, el otrora megaespeculador estadounidense y en la actualidad Secretario del Tesoro, quien opera con aval político directo de Donald Trump.
Las metas fiscales, el recorte del gasto, la estrategia monetaria, el esquema de deuda y hasta las negociaciones con el FMI se articulan según los intereses y diagnósticos de Washington, que a su vez responde y opera junto a un grupo reducido de financistas.
A fin de cuentas, no son organismos multilaterales ni Estados: es el mercado, en su versión más desnuda e interesada.
La cesión de soberanía no es abstracta: la conducción del Banco Central responde a lineamientos externos, la política cambiaria se ajusta a las necesidades de fondos especulativos con presencia en Wall Street y el modelo productivo se subordina a la apertura irrestricta que exigen esos mismos actores financieros.
También la profundización de la dependencia económica a través de un programa económico reprimarizante, donde mercado interno y producción nacional son sólo un escollo para la acumulación de divisas. En este punto, resultó central la liberación de importaciones y desprotección de la industria nacional.
Todo esto negociado y resuelto de forma opaca, con acuerdos sellados casi a escondidas y sin el correspondiente aval del Congreso. Esto resulta, entre otras cosas, en un incremento descomunal del endeudamiento: la deuda externa bruta total alcanzó los US$ 305.043 millones en el segundo trimestre de 2025, un incremento de US$ 23.783 millones (+8,5%) con respecto al trimestre anterior, según el INDEC.
¿Otro ejemplo obsceno? El envío del oro del Banco Central a Inglaterra para alimentar la timba financiera y poniéndolas así a disposición de jurisdicciones extranjeras en caso de litigios.
En un país que renuncia a gobernar su propia economía, la soberanía deja de ser un atributo del Estado para convertirse en un servicio tercerizado.
Soberanía diplomática: a la cola de EE.UU. e Israel
La política exterior argentina quedó subordinada a la agenda de Trump, tal como viene repitiendo sin tapujos Javier Milei.
Esto se traduce en ruptura estratégica con China —principal socio comercial— sin análisis de impacto interno, distanciamiento de América Latina y abandono de espacios multilaterales y un aislamiento a medida que se profundiza el seguidismo a lo dictado desde la Casa Blanca.
Obviamente, representa un debilitamiento en un tema tan sensible como es la reivindicación de los derechos territoriales sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur, Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes.
En un escenario global de reconfiguración geopolítica, renunciar a una voz propia es uno de los mayores actos de pérdida de soberanía.
Soberanía territorial y ambiental: la demolición de la Ley de Glaciares
El intento de flexibilizar la Ley de Glaciares —insistente y reiterado— revela otro modo de entrega, la de territorios estratégicos a intereses mineros extranjeros (incluso cuando ello implica comprometer reservas de agua esenciales para las próximas décadas).
La disputa no es técnica ni ideológica. Es entre la protección de bienes comunes fundamentales para el país y la presión de empresas transnacionales que buscan explotar zonas hasta ahora prohibidas. Milei eligió lo segundo.
Lo mismo podríamos decir del vaciamiento de áreas del Estado orientadas a la construcción de una soberanía alimentaria, en particular organismos para el fomento de la Agricultura Familiar.
Otro hito en este sentido es el avance del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI) con todo tipo de beneficios para megainversores extranjeras.
Lo que está en juego no es solamente el ambiente: es la capacidad de decidir sobre el territorio y sus límites.
Soberanía tecnológica y comunicacional: dependencia total de plataformas privadas
El gobierno entregó la gestión de datos, infraestructura digital y servicios críticos del Estado a conglomerados tecnológicos extranjeros. Las compras directas, la falta de auditoría y la inexistencia de desarrollo nacional consolidan una nueva forma de colonización: la del dato.
En estos dos años, la Argentina renunció a desarrollar infraestructura propia, proteger la seguridad digital del Estado y regular plataformas que operan como cuasi-gobiernos en ámbitos clave.
En la misma clave, vale mencionar el ataque y desfinanciamiento de las universidades y el sistema público educativo y sanitario.
La avanzada privatizadora también se llevaría puesto a la estatal INVAP S.E y Nucleoeléctrica Argentina, empresas modelo de ciencia y tecnología (destacan por su desarrollo en proyectos nucleares, aeroespaciales, de defensa, seguridad y sistemas médicos). Lo mismo podría suceder con ARSAT (empresa argentina de telecomunicaciones creada por el Estado Nacional el 22 de mayo de 2006), en proceso de vaciamiento y ajuste, o Transener (principal transportista de energía eléctrica del país).
La soberanía —económica, política, territorial, digital, social— no se pierde de una vez: se resigna de a poco, en cada área donde el país deja de decidir por sí mismo.
La gestión Milei no sólo ha acelerado ese proceso, lo ha convertido en doctrina. Por todo esto, más que como efeméride, este 20 de noviembre debe servir de advertencia.
