Por Mía Palma y Martín Vázquez Escobar (*) | En la era del scroll infinito, el dedo se desliza casi sin pensar. TikTok, Instagram o YouTube se suceden en una secuencia interminable de imágenes, historias y vidas ajenas. No hay pausa posible. Cada notificación promete una recompensa breve —un “me gusta”, un mensaje, una validación—, pero deja tras de sí una sensación de vacío. La ansiedad, dicen los especialistas, encontró en el ecosistema digital un nuevo territorio para expandirse.
Según un informe del Observatorio de Psicología Social Aplicada (OPSA) de la Facultad de Psicología de la UBA, más del 35% de la población argentina presenta malestar psicológico, y cerca del 9% está en riesgo de padecer un trastorno mental. La ansiedad, el insomnio y la irritabilidad encabezan los síntomas más frecuentes. El mismo estudio advierte que el uso intensivo de pantallas y redes sociales es hoy uno de los factores que más contribuye a ese malestar cotidiano.
La psicóloga María Eva Ottone, integrante de la Fundación Foro y especialista en trastornos de ansiedad, observa este fenómeno desde la clínica. “Muchas personas sienten la necesidad de estar siempre disponibles, revisar notificaciones o comparar su vida con la de otros. Esto genera un estado de alerta permanente que interfiere con el descanso y la concentración”, explica.
El psicoanalista Sebastián Saravia, autor de Escuchar jugando, lo describe con contundencia:
“Hoy lo normal es padecer ansiedad. Hay adolescentes que pasan más de doce horas frente a una pantalla, entre redes, juegos y mensajería. Hablan con la misma persona por tres aplicaciones distintas. Y eso no solo agota: fragmenta su atención y altera su relación con el mundo real”.
Las reflexiones de la psicóloga y divulgadora Marina Mammoliti, creadora del espacio Psi Mammoliti, también ayudan a comprender el fenómeno. En algunas de sus publicaciones, Mammoliti plantea que las redes “satisfacen una necesidad humana básica: sentirnos parte”. Sin embargo, advierte que cuando esa pertenencia depende del reconocimiento virtual, se transforma en un círculo de validación constante. “Cada like funciona como una pequeña dosis de dopamina que refuerza el comportamiento. Lo que al principio se siente como conexión, termina generando dependencia emocional”, sostiene.
Del cuerpo al agotamiento
Saravia diferencia entre generaciones, pero reconoce que el fenómeno es transversal. “Los adultos pueden dejar el celular a un costado porque lo vivieron como una incorporación; los jóvenes lo sienten como una extensión del cuerpo. El teléfono, para muchos, es el sueño de Steve Jobs hecho realidad: un apéndice inseparable”.
Esa fusión entre cuerpo y dispositivo tiene consecuencias visibles. Las redes moldean la autoimagen y la percepción del propio valor. Ottone advierte que “las imágenes editadas o los estándares de belleza irreales generan inseguridad y autocrítica constante”. La exposición permanente produce una forma de vigilancia interna: se observa el cuerpo, la mirada, el gesto, el tono. “Cuando el reconocimiento se mide en likes o seguidores, la autoestima queda atada a la aprobación externa”, sostiene.
En sus textos, Mammoliti analiza lo que denomina “perfeccionismo digital”: la necesidad de mostrarse siempre bien, productivo o feliz. Según explica, las redes crean una ilusión de bienestar constante que se convierte en presión. “Termina apareciendo la culpa por no sentirse como se debería sentir, por no estar bien. El mandato de la positividad también enferma”, advierte.
Para Saravia, el cuerpo es hoy “el escenario donde se libra la batalla de las redes”. Allí se manifiestan las exigencias de éxito, delgadez o perfección. “El cuerpo es el campo de guerra. Si no accedés a determinado ideal físico, pareciera que no tenés prestigio. Es el espacio donde más se sienten los efectos del malestar digital”, afirma.
Los síntomas no son sólo emocionales. Ottone detalla que “el uso excesivo de pantallas antes de dormir altera el ritmo circadiano y reduce la calidad del sueño, especialmente por la luz azul. Dormir mal afecta la regulación emocional: estamos más irritables, sensibles y con menor capacidad para manejar el estrés”.
El estudio de la Universidad Católica Argentina (UCA) de 2024 refuerza el panorama: tres de cada diez personas en el país manifestaron síntomas ansiosos o depresivos, con un crecimiento sostenido desde la pandemia. El informe vincula este aumento no solo al contexto económico, sino también al impacto emocional de la hiperconectividad y la sobreexposición digital.
Entre la dopamina y la frustración
Desde el psicoanálisis, Saravia propone “responsabilizarse por la posición de goce”, es decir, reconocer que el uso del celular produce tanto placer como sufrimiento. “Es necesario aceptar que el teléfono genera satisfacción inmediata, pero también angustia. A partir de ahí se puede construir un uso más saludable: menos tiempo en pantalla, más tiempo de calidad, más vínculos reales”.
El terapeuta sostiene que no se trata de “apagar el mundo digital”, sino de “crear variaciones”: darle a las redes un propósito distinto, más consciente. “Usarlas para difundir proyectos solidarios, arte o información verificada es una forma de sublimación, de transformar el impulso en algo creativo y socialmente valioso.”
Ottone, desde la Terapia Cognitiva Conductual, recomienda estrategias concretas:
“Silenciar notificaciones, dejar el celular fuera del dormitorio, practicar ‘ayunos digitales’, evitar revisar el teléfono apenas uno se despierta. Son hábitos pequeños que, sostenidos en el tiempo, reducen la ansiedad y mejoran el descanso”.
En sintonía, Mammoliti propone establecer “límites digitales”: momentos sin pantallas, entornos sin notificaciones y pausas reales en la jornada. “Desconectarse no significa desaparecer, sino recuperar el poder de decidir cuándo estar disponible”, plantea. Su enfoque apunta a reconstruir vínculos reales y espacios de silencio, algo que el ritmo tecnológico tiende a borrar.
La constante necesidad de estímulo también afecta la concentración. “El contenido corto y rápido —dice Ottone— entrena al cerebro para buscar gratificación inmediata. Eso dificulta sostener tareas que requieren tiempo o espera”. En la práctica, el resultado es una generación que vive en alerta, con atención fragmentada y dificultad para descansar mentalmente.
Reconectarse con lo real
Ambos especialistas coinciden en que la educación emocional y la alfabetización digital son herramientas centrales para prevenir el malestar. “Los adultos deben acompañar —señala Saravia—. Saber a qué juegan sus hijos, con quiénes interactúan, qué ven. Hoy el peligro no siempre está afuera: también puede estar del otro lado de una pantalla”.
Ottone agrega que “enseñar a identificar y gestionar las emociones ayuda a usar las redes de forma más consciente. Una persona que se conoce, que sabe qué la activa o la angustia, puede desconectarse antes de que el malestar se agrave”.
La ansiedad actual tiene las mismas raíces que la “clásica”, pero causas diferentes. Sostiene Saravia: “Antes alguien se angustiaba por quedar fuera de un grupo de amigos; hoy esa exclusión ocurre públicamente, en redes, con miles de reproducciones. La ansiedad es la misma, pero sus detonantes son nuevos”.
El FOMO (miedo a perderse algo) y la dependencia digital son, para él, las dos caras de una misma moneda: el deseo de pertenecer y el temor a desaparecer del mapa social. “Las redes no solo consumen nuestro tiempo —dice—, también nos consumen a nosotros”.
En un contexto donde el tiempo parece comprimirse y la atención se fragmenta, volver al presente se vuelve un acto de resistencia. “Ojalá podamos aburrirnos otra vez —propone Saravia—. Aburrirse es una forma de descanso mental. Es dejar de consumir para volver a mirar alrededor.”
Mammoliti lo resume desde otra perspectiva: “Reconectarnos con lo real no implica abandonar lo digital, sino devolverle su lugar. Las redes pueden ser una herramienta, pero no el centro de nuestra identidad”.
La ansiedad digital no aparece de golpe, sino como un rumor constante que atraviesa los días: la urgencia por contestar, el impulso de actualizar, el miedo a perderse algo. En esa lógica, la desconexión no es un lujo, sino una necesidad. Ottone lo sintetiza con claridad: “No se trata de apagar el teléfono, sino de recuperar el control sobre cuándo y cómo usarlo”.
Quizás el desafío contemporáneo no sea vivir sin redes, sino aprender a habitarlas sin perderse en ellas. Entre la hiperconexión y el silencio, entre la validación y la autenticidad, la salud mental encuentra su nuevo campo de batalla. Y como todo territorio en disputa, exige una pregunta que, más que tecnológica, es profundamente humana: ¿qué estamos buscando cuando tocamos la pantalla una vez más?
* Alumnos de la carrera de Licenciatura en Periodismo de la UAI. Investigación realizada en el marco de la materia Redacción Periodística III (Stagno-Labaen).
Imagen principal: Captura del capítulo “Caída en Picada” de la serie de Netflix Black Mirror (2021)
