Por Mariano Vázquez (@marianovazkez) | Tres meses antes de su muerte, consciente de la terminalidad de su enfermedad y de la necesidad de conservar la cohesión del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), el presidente Hugo Chávez decidió ordenar la sucesión. Aquel 9 de diciembre de 2012 -que además sería su última aparición pública- pronunció su testamento político y eligió al heredero: “Mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable absoluta, total, es que en ese escenario que obligaría a convocar a elecciones presidenciales ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente». Ordenó así un complejo mapa interno que con su ausencia podría haberse desmadrado.
En una contienda reñida, Maduro fue electo como presidente en abril de 2013. Sin la presencia del líder carismático, el empate catastrófico entre oficialismo y oposición iniciaba un escenario de desestabilización. La embajada de Estados Unidos y la oposición violenta incrementaron las acciones de subversión callejera, económica y mediática. La llamada “guerra económica”, con el objeto de desabastecer a la población en los rubros de alimentación y salud, fue la basa vertebral para derrocar al gobierno constitucional. La segunda parte del plan se complementó con la violencia de grupos irregulares. Quien les escribe observó en dos oportunidades en la frontera Cúcuta y Tachiralos variados métodos para traficar productos venezolanos hacia territorio colombiano y el provocativo movimiento de bandas armadas para amedrentar a la población.
El carácter antiimperialista del chavismo ha hecho que Washington sea el principal conspirador contra la Revolución Bolivariana: ha aplicado sanciones económicas, bloqueo financiero, e incluso emitió un decreto ejecutivo que calificó a Venezuela “como una amenaza para la seguridad interna” de los Estados Unidos. En octubre de 2015, el propio jefe del Comando Sur (Southcom), John Kelly, admitió a la cadena CNN que su país contemplaba un plan de intervención militar aunque intentó disfrazarla como “acto humanitario”. Dos años después, su sucesor, Kurt W. Tidd, afirmó ante el Congreso que «la creciente crisis humanitaria en Venezuela podría, eventualmente, obligar a una respuesta regional». Ese término, utilizado insólitamente por altos mandos militares de un país extranjero, se utiliza como pretexto para una intervención con el propósito de derrocar a un gobierno contrario a los intereses geopolíticos de Washington. Escasez e inflación no es igual a “crisis humanitaria”. Hace más de 40 años la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile recibía el hostigamiento permanente de Henry Kissinger y Richard Nixon, que a través del financiamiento de la CIA, lo derrocaronmediante un golpe cívico-militar.
Este domingo 20 de mayo Maduro se postula para la reelección por el PSUV, apoyado por el Frente Amplio de la Patria, un espacio que aglutina a las fuerzas de la izquierda local. La última encuesta de International Consulting Services (ICS) le otorga al actual mandatario un 55,9 por ciento de intención de voto. Ante este panorama los gobiernos de derecha enrolados en el “Grupo Lima”, el secretario general de la OEA, Luis Almagro y, obviamente, España y los Estados Unidos llamaron a rechazar una victoria chavista. Blanca Eekhout, jefa del Comando de Campaña de la Patria de las Mujeres, les dio una lección básica de democracia: “Desconocer el resultado electoral es negar al derecho de nuestro pueblo a decidir su destino».
A la restauración conservadora en Sudamérica le falta un actor clave. La derecha ya está haciendo su tarea depredadora en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú. Falta el otro gigante: Venezuela. La destrucción del proyecto de Chávez para sustituirlo por una entente que garantice los negocios de la oligarquía local y de Washginton.
Según la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) Venezuela tiene las mayores reservas probadas de petróleo del mundo. Desde el nacimiento de Estados Unidos como nación, las compañías energéticas fueron uno de los lobby más influyentes de su historia, como lo muestra la historia del gigante StandarOil Company y sus arteras intervenciones en América Latina. Magnates del crudo ocupan puestos claves en el gobierno estadounidense, en el mundo financiero y en el aparato militar-industrial. Por todo ello, la República Bolivariana es objetivo urgente del Departamento de Estado, como lo fueron Irak y Libia, como lo son Siria e Irán.
La decisión ilegal de Donald Trump de instalar la embajada de los Estados Unidos en Jersualén, ciudad sagrada para judíos, musulmanes y cristianos, viola resoluciones de Naciones Unidas, y la salida sin argumentos serios del acuerdo nuclear con la República Islámica de Irán son dos botones de muestra de que Washington quiere reestablecer el imperio unipolar de 1991, avasallando a las naciones y sus decisiones soberanas.
Esta semana, el analista venezolano Luis Britto Lima reveló un documento secreto denominado “Masterstroke” (golpe maestro) en el que afirma que “nosotros los venezolanos no tenemos derecho a elegir nuestro gobierno; y en caso de que lo hagamos éste debe ser depuesto por la fuerza por Estados Unidos y sus cómplices, quienes deben suplantar al pueblo de Venezuela en el ejercicio de la soberanía, pues las fuerzas opositoras, cito, ´no tienen el poder de poner fin a la pesadilla venezolana´. Vale decir, el Imperio y sus sirvientes deben ejecutar lo que nuestro pueblo no tendría la voluntad o la fuerza para realizar”.
Como me dijo una militante territorial chavista que admite la profunda crisis económica: “A mí me convoca el voto a Maduro la violencia, el golpismo y las amenazas de la oposición y sus cómplices gringos. Ellos me empujan”.