Canal Abierto continúa con la publicación de los capítulos del libro
Pibes. Memorias de la militancia estudiantil de los años setenta,
de Hernán López Echagüe.
[mks_dropcap style=»letter» size=»52″ bg_color=»#ffffff» txt_color=»#b2b2b2″]XII.[/mks_dropcap] No puedo, no quiero, seré el hazmerreír de la historia y de mis hijos, un blableta sin principios, estoy ocupado, tengo un compromiso, será una noche fría, me atacará de nuevo la gripe, los granos de pus en la garganta, y el alma se me pondrá negra como el alquitrán y mañana caeré rendido en la cama. Ni modo. Chiche me dio un tubo de aerosol Kuwait, esmalte sintético, pintura negra, y me dijo que a las once y veinte de la noche debía estar en la esquina de Viamonte y Riobamba. Coqui, del colegio Belgrano, te hará la espalda, me dijo; Yayi y la Gallega, del Normal 1, serán los campanas. Fácil: “¡Hasta la victoria siempre, mi general!. UES-Montoneros”. En todos los muros y fachadas de la cuadra.
Y pensar que me había figurado que con la muerte de Perón todo sería más sencillo, más directo, sin medias tintas. Dos meses antes el Viejo recalcitrante nos había expulsado de Plaza de Mayo al grito de “¡Estúpidos e imberbes!”. De juventud maravillosa pasamos a ser los reos, los subversivos, la juventud apátrida. Había echado sobre nuestra cabeza a los matones de los sindicatos y de los sectores más reaccionarios y criminales del peronismo. ¿Y el socialismo nacional? ¡Viva Perón, carajo! Y ahora debíamos rendirle homenaje. Un disparate, Chiche, un acto de lealtad hacia un viejo traidor y miserable, Chiche.
Nunca había pintado nada de nada en un paredón, en la calle. A lo sumo había dejado mi huella adolescente dibujando porongas y estrellas de cinco puntas en la puerta de algún baño público y en la parte de atrás de los respaldos de los asientos de los colectivos.
Cuando ya había pasado la medianoche la compañera del control en la confitería El Salvador cayó en la cuenta de que el único que faltaba dar señales de vida era yo. Abrió el papelito de malinfold y llamó por teléfono a mamá, que la mandó a la puta que lo parió. Llamó después a algún responsable de la UES.
El calabozo de la comisaría 3ª olía a sudor, humedad y cáscaras de manzana maceradas en pis. Había un borracho que al verme llegar me preguntó por qué estaba ahí, y cuando le conté de la pintada y el cana de civil que baja del auto y me agarra del cuello, me abrazó, gritó ¡Viva Perón, carajo! y acto seguido se echó a dormir en el suelo. Nunca antes había estado en el calabozo de una comisaría.
Los primeros minutos los pasé indignado, la cara entre las rejas de la puerta, a los gritos, a las puteadas. Ninguna respuesta. O sí: apagaron todas las luces de los calabozos y del pasillo. Un rato después, cuando el silencio y la oscuridad empezaban a ser un martirio insoportable, supe que mis próximos diez, quince años, iban a ser como esa noche. Hacía frío. Me senté en el suelo, casi pegado al borracho, esperando la sentencia.
A una hora incierta de la madrugada un policía se acercó al calabozo, golpeó una reja de la puerta con unas esposas, y me dijo que su jefe, el comisario, quería hablar conmigo. El comisario era un tipo de cara inflada, morocho, bigotes finos. Fumaba Particulares sin filtro. Tenía las paredes de su despacho repletas de fotos y cuadros. Evita, Perón, Isabel; él, con traje de comisario de gala, junto a una mujer de vestido blanco. Pibe, me dijo, sentáte ahí. Ahí me senté. Le dijo al agente que me había acompañado que podía retirarse y que cerrara bien la puerta.
¿Vos sos peronista, pibe?
No entiendo por qué me pregunta eso.
¡No te me hagás el pelotudo!
No, por favor, no se ofenda.
¿Me seguís jodiendo? ¡Quiero saber si sos peronista, montonero o troskista! ¡Y no me vengás con ese cuento de que no sos nada de eso porque en estos días de mierda todos son algo de eso!
Soy peronista, como usted, señor.
¿Cómo yo? ¡Pero qué carajos podés entender vos del peronismo, pendejo!
Me contaron, leí, vi documentales.
¿Y quiénes fueron los pelotudos que te contaron que esas cosas que escribís en las paredes son peronistas?
Golpeó el escritorio como un cachetazo.
Salí, salí de acá zurdo putito.
Llamó a un guardia y le dijo que podía dejarme salir, libre, libre. Mamá quiso saber de dónde venía a esa hora de la madrugada y con esa cara de traste. Le conté todo, con orgullo: había estado preso porque mi presencia les jode a los poderosos. De brazos cruzados sobre una bata de verde desteñido, un fleco del pelo castaño oscuro Koleston 108 ocultándole medio ojo, me miró con desprecio de piés a cabeza. “Acaso lo mejor hubiera sido que te dejaran adentro un tiempo, hasta que recapacites, mi ángel”.
El Barbeta y el Pato Fellini, unos de los responsables de la UES, llegaron tarde a la comisaría. Al mediodía, con un par de sándwiches de milanesa. Días después me encontré de casualidad con el Pato y me lo agradeció. ¡Me salvaste el almuerzo!, dijo.
Fellini era responsable de no sé qué de UES Capital. Oíamos hablar del Pato Fellini. También del Barbeta, del Gordo Beto, de Tucho, de Periquita, de Dumbo, del Turco. A veces, en alguna marcha, alguien te codeaba y señalando la primera fila de la columna te decía: “¡Mirá, aquel rubio es el Barbeta!”. Pero Tony, Lennon y yo no teníamos la menor idea de qué rango revolucionario tenía cada uno de esos famosos. El Pato era un tipo que abrazaba y al que te daba ganas de abrazarlo, de tenerlo a mano, en la mesa de luz, para siempre de mueca pícara y barrial en la boca, a veces masticando de lado un escarbadientes. Reía mucho y en cada risa, risa que se le agitaba adentro, te palmeaba el hombro, el muslo, en señal de complicidad. Más que de pato tenía el andar de un pingüino, la punta de los pies hacia fuera y un balanceo de hombros y cabeza hacia los lados.