Por Hernán López Echagüe
Aquella noche (¿mañana?, ¿tarde?) del verano (¿invierno?, ¿primavera?, ¿otoño?) del 2015 (¿o sería allá por el 2017? ¡Por favor, que alguien me ayude!), cuando asumí la responsabilidad (¿la necesidad, acaso las ganas de trascender o por ahí jugar, competir?) de presidir (¿Gerenciar, administrar, estructurar, comandar?) este maravilloso país (¿Factoría, concesionaria, entidad financiera?) habitado por maravillosos ciudadanos (¿Clientes, deudores, productores de materia prima?), les anticipé que el cambio iba a ser duro (¿Cruel, perverso, brutal, inhumano, atroz, despiadado, desalmado, bárbaro, feroz, implacable, insoportable, insufrible, lacerante, sádico, sanguinario, violento, salvaje? ¿Como mierda decirlo? ¡Me descompenso, me descompenso!) Pero oigo voces que me dicen cosas (sí: garca, imbécil, zopenco, abstruso, tilingo, gato, mentecato, babieca, insulso, ganso, egocéntrico, enajenado, iletrado, lameplatos, resentido, servil. Digamos: truculento).