Jean Baptiste Félix Descuret, doctor en medicina y literatura de la Academia de París, escribió hace ya más de un siglo acerca de lo que él, quizá decorosamente, denominó «combustión espontánea». Cuerpos que de pronto, sin decir agua va, se prenden fuego. Cuerpos por cuyas venas y arterias sólo corre el alcohol, del bueno o del malo, detalle que no viene al caso. Bien, Descuret cuenta que en un invierno de mil ochocientos veinte, o treinta, no importa cuándo, en París, el comisario del distrito lo invitó a acompañarlo a la casa de una señora que al parecer había desaparecido. A golpes de hacha derribaron la puerta de la casa y al entrar fueron sofocados por «un tufo fuertemente empireumático». Así lo cuenta Descuret. En el piso, nuestro hombre encontró «una masa informe de materia carbonizada que había tomado más o menos las dimensiones de un pan de cuatro libras: era el cadáver de la señora buscada». Un horror, desde luego. El pecho y el abdomen habían desaparecido. En medio de la habitación había «una pequeña garrafa, llena hasta la mitad, de aguardiente». No lo dudaron: la señora bebía en exceso. Excitado por su descubrimiento, Descuret no vaciló en caracterizar a la muerte como «accidental, determinada por combustión espontánea, consecuencia del largo abuso de licores alcohólicos». Y la cosa no queda ahí. En aquel tiempo, el ministerio de salud pública de Francia verificó cinco combustiones espontáneas entre más de doscientas muertes.